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El Uniandino

Volver a donde nunca se ha ido



Este año la idea de escapar cobra un nuevo significado. Ya no es escapar por escapar ni escapar por la idea mágica de desaparecer por un par de días y volver. Escapar ahora es querer salir incluso de nuestras cabezas que llevan encerrada muchísimo tiempo. Abrumados y cansados anhelamos huir.


Bueno, yo escapé. Mi pausa activa entre lecturas, trabajos y proyectos fue precisamente buscar lugares para acampar. ¿Por qué acampar cuando perfectamente pude buscar lugares lujosos? De nada sirve disimular, el 2020 no ha sido fácil económicamente para ninguno y no podía perder mis ahorros en un hotel. Acampar parecía como una solución divertida, diferente, y no tan costosa para tener una pequeña aventura. En segundo lugar, hay algo mágico en la idea de acampar. Los hoteles tienen máximo (después de mucho esfuerzo) cinco estrellas, las carpas tienen mínimo mil.


Y como si el tiempo corriera llegó la hora del viaje. Empaqué todo rápidamente, hice una lista mental de qué me faltaba y me di cuenta que no tenía ni idea de cómo llegar, de a dónde ir, de cómo sería todo. Sin embargo, incluso la incertidumbre hacía parte del viaje. Empaqué también las dudas y empezó la aventura. El lugar para acampar estaba muy cerca de Bogotá; se llega en carro hasta cierto punto. En la página web de la reserva natural decía que desde el punto donde nos dejaba el carro hasta el sitio en el que se acampa sería una caminata de 20-30 minutos, masomenos, un kilómetro. Sonaba un poco retador. Luego de tantos meses de estar absolutamente quieta caminar un poco no me haría mal. “UN POCO”, pensé.


El primer kilómetro pasó… luego el segundo y no encontrábamos dónde acababa ese eterno camino. Es momento de hacer una segunda aclaración aquí: ese camino era realmente una caminata por algunos pocos potreros con vacas y luego una subida por rocas y barro. En ese momento querer llevar mercado como para una familia de ocho cuando solo éramos dos personas pareció como la peor idea del mundo. La charla amena de subida se tornó lentamente en silencio y algunas preguntas esporádicas como “¿cómo vas? ¿Me pasas el agua? ¿Y si hacemos una pausa?”. Y luego, de la nada, un hombre.


-¡Buenas tardes! ¿Cómo van?

-¡Hola! Vamos bien, ¿ya llegamos?

-¡Están muy cerca! Desde este punto solo faltan otros 800 metros. Cruzan el gran pantano, el bosque de los pinos, y luego de la quebrada llegan al refugio. Suena mentira, pero esta es una conversación real. Efectivamente nos embarramos (solo un poco) en el pantano, vimos los altos pinos y cruzamos cerca de una pequeña quebrada. Y así, como de la nada, un portón enorme en la mitad del bosque. Habíamos llegado.


Nos recibió una señora muy amable llamada Hilda que insistía en que debíamos usar el tapabocas al entrar al refugio. Un poco irónico pensar que una persona contagiada de un virus que afecta el sistema respiratorio podría subir uno, dos, tres kilómetros a un lugar con menos aire. Llegar hasta ese punto sin morir ahogados debía ser la prueba de COVID más eficiente del mundo. Pero las normas de bioseguridad tradicionales no estaban hechas para romperse. Incluso luego de darnos la carpa nos dieron alcohol para rociar todo y que así no hubiera ni miedo ni duda que debíamos temer; ¿o sí?, tal vez no por un virus sino por dormir con el frío de la montaña.


Llegamos ya entrada la tarde y para el momento en el que la carpa estaba armada estaba completamente oscuro. La noche sí era efectivamente mágica. Bogotá en el fondo con sus luces y sus construcciones parecía como algo lejano, como algo del pasado. El escape ahora era claramente palpable. No todo es mágico e ideal como parece, la contaminación lumínica de la capital no dejaba ver absolutamente toda la bóveda celeste. A pesar de esto, sí era efectivamente un cambio en el cielo nocturno. Cansados de tanto caminar dormimos en la completa oscuridad, en el silencio absoluto, en el frío.


Volver a donde nunca se ha ido. Despertar con pajaritos y la tos del perro viejo que cuida el refugio. Caminar, pero esta vez sin miedo de no saber si llegaríamos. Visitar miradores, quebradas, ver flores y mariposas en el camino. El resto se escapa de esta historia, igual que nosotros de la rutina.

 

Por: Sara Varón



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