Ansiolítico
- El Uniandino
- 9 may 2022
- 6 Min. de lectura
Piense que está en el espacio exterior. Piense que el cohete lo dejó a la deriva en
aquella estación y que nadie de la tripulación se ha dado cuenta de su ausencia.
Mire a la Tierra desde lejos. Asómbrese de la vista, de su vista. Mire con detalle su
casa. Vea su cama, veáse a usted mismo; y todo lo que hace, es, y siente. No deje
de mirarse nunca. Al cabo nadie le creerá que usted mismo se está viendo.

Recuerde con nitidez ese día. Vea de lejos cómo se levantó llorando. Vea que fue el
primer día del inicio de una silenciosa costumbre. Ese día en específico se despertó
llorando por el ardor en su pecho por el roce de sus uñas en un tic inconsciente por
buscar aire en sus sueños, que se le acaba, que está muy lejos, y que sus ansias le
resequen la garganta. Usted se ve a sí mismo, imperturbable, ininterrumpible,
imprevenible. Usted es su propio espectador. Usted recuerda ese día con claridad
porque desde entonces no hace nada más que pensar en él. Piensa en las
preguntas, en las secuelas, en las persistentes dudas, en su mísera pequeñez. Y
que desde lejos, donde ahora mismo está, esta se hace cada vez más grande.
Usted recuerda que cuando era joven, ese día, pensaba que la sensación era una
bota que apretaba su pecho, cuando realmente lo que sentía era el peso de un
hueco. El peso del vacío. Sin embargo, usted no lo sabía. Usted se abruma por la
sensación, le da miedo. Hay una presencia, un algo. Un eso. Es algo que desde
antes sabía que sentía pero que al fin se ha vuelto insoportable, y no sabe si eso le
hace sentir mejor, o aún más asustado. Tiene miedo que cuando llame a su madre,
quien lo escucha llorar, cuando llegue a la habitación donde está sentado en la
cama, con lágrimas balanceándose por su barbilla, y la mirada fija en el cuadro
colgado de la puerta, ella se asuste de nuevo. Usted creía que eso le da órdenes,
que le dice que es insuficiente, que es inútil, que es ingenuo. En ese entonces cree
escucharle que no debería nunca bajar la guardia en caso que algo venga, aunque
nunca antes haya esperado nada. Es un círculo vicioso, interminable, un uróboro. La
cosa es que usted todavía no se da cuenta que mirándolo desde arriba, en el
espacio, desde un tercero; bajar por una escalera en espiral se ve idéntico que
andar en círculos. Usted solo sabe que lo hace, más no sabe que tan hundido se
encuentra. Recuerde que en ese entonces usted había dejado de comer y que
dentro del cuello están carrasposas sus cuerdas vocales. Las campanas en el fondo
de su laringe están quemadas por el ácido. Lo que le quema son las consecuencias
de su propio silencio.
Ese día su madre lo miró aterrorizada porque nunca lo había visto tan indefenso.
Nunca, incluyendo cuando usted era un recién nacido, ella lo había visto llorar tanto.
Mientras llora, el hueco sigue ahí, que en ese entonces era una bota, y lo seguía
pisando, y si miraba hacia abajo, a su pecho, podía ver en el hueco su reflejo, como
en un estanque en calma, que le recuerda que usted se está convirtiendo en su
vacío.
De algún sitio, ese día, usted sacó fuerzas y pidió una cita. Usted fue, a la semana
siguiente, y se sentó en un sofá blanco y tenía muchas ganas de llorar. Y todo lo
siente presente. Todo viene.
Frústrese porque no podía lidiar consigo mismo por dentro ni mucho menos era
capaz controlarse y le tocó dejar entrar a un externo. Llore porque cree que no tenía
nadie con quien hablar, que empezó con el nudo en la garganta por ya no poder
hablar consigo mismo como lo hacía antes, sin entristecerse y que le doliera lo poco
de corazón que intentaba salvaguardar, que se sentía sucio porque su moral le
impedía creer en una intimidad por la que tenía que pagar. ¿Por qué tan válido es el
consejo, y qué tan genuino es el afecto de alguien a quien le pagan por conversar?,
¿qué tanto se podría confiar en un desconocido que hace una profesión de
convencerse en la gente? Empútese porque le tocó pagar para buscar una
conciencia. Empútese porque le tocó pagar para encontrar empatía. Empútese
porque se siente sentía inútil y que quebrarse frente a otra persona nunca ha sido
su preferencia. Empútese porque la bota, el hueco, lo que sea que a estas alturas
sea esa mierda, lo obligó a ser vulnerable una vez más y porque recuerda como
terminaron las otras veces en las que se arriesgó a hacer algo así.
Usted se enternece con su propio ser de aquel entonces porque mucho antes de
estar fuera de este mundo, le tenía miedo a la recomendación más favorable. Usted
desconfiaba del tratamiento a un desbalance químico en su cerebro. Usted
deconfiaba, aún más, a que no una, si no dos profesionales, le dijeran que tenía que
zamparse unas pastillas para poder siquiera considerar hacer ese estanque un poco
más pequeño. Se forman otras espirales; más dudas, más peso, más huecos. Usted
entonces pensó en las pastillas. En las pepas. En las tabletas. Las pastas. Los
comprimidos. Le aterrorizaba saber que la mejor -para usted, la única- forma en la
que intentará ser feliz es obligarse a estar drogado la mayoría del tiempo. El
estanque por un momento no se ve tan profundo. Entonces, dentro de toda la duda,
a la fuerza, decide humildarse.
Usted se tomó la primera pastilla en Navidad. El día siguiente fue un martirio
mientras el cuerpo se le acostumbraba. Sentía temblor en el cuerpo y veinte días
después el sexo ya no era lo mismo. El placer ya no era tan placentero y el dolor le
dejó de doler menos. Todo se siente supremamente insípido. Existir era más fácil,
era más monótono; gris, llevadero. Entonces recuerde qué hizo cuando ese hilo se
rompió.
Le llegó una mala noticia. Cometió un error. Pensó de más, o quizá pensó de
menos, pero perdió. Y por ende perdió su poco control.
El hueco le habla.
Despelúquese. Hágase daño. Vomite. Golpéese.
Ese día, el día de la recaída, usted aguantó la respiración en la ducha debajo del
agua caliente y solo buscaba el aire cuando la vista empezaba a apagarse. Así el
aire sabía mejor, le llenaba. Había algo que le sabía bien, que le llenaba. Tenía
miedo que el resto de su vida fuera siempre así. Tenía miedo de perpetuamente
tener miedo. En la ducha, en esos chorros de agua inconsistente, usted sentía que
se hundía. El hueco lo consume. ¿Sabe usted qué se siente estar hundido, y ver
que las palabras que salen de su boca se vuelven burbujas, que flotean a su
alrededor? El agua está hirviendo. ¿Qué se siente que sus gritos de auxilio sean
en un lenguaje que solo los peces comprenden y que sin embargo todos lo
hablen? Usted cae dentro de sí mismo. ¿Por qué al acto se le trata con tanto
respeto y quien planea no puede parar de sentirse como un payaso? ¿Al caso
lo soy? Usted cuando piensa es un acantilado. ¿Por qué pensar hace tanto
ruido? Y hay días, en los que por más que quiera, no puede dejar de caer. Y todo
no deja de pesar.
Ese día, al salir de la ducha, buscó las pastillas, se tomó siete veces la dosis, y
regresó debajo del chorro. Al empezar a sentirse mareado notó que se le olvidó
cómo respirar, y que su vista empezó a hacerse un túnel, y que sus ojos, de
repente, funcionaban através de respiraciones. La sangre pasaba palpitando por la
parte de atrás de sus córneas. Sentía hormigas en el pecho. Veía cada una de las
gotas caer. Entonces salió de la ducha, se secó, se despidó, y esa noche le dió más
pabor que nunca la posibilidad de que así fuese siempre, y que alguien más supiera
lo que acabara de pasar. Ese día pensó en que, bien sea en el espacio, o en un
estanque, la única manera de salvarse era aprender a flotar. Al día siguiente tendría
que volver a pedir cita. Aquella vez las pastillas lo noquearon de manera diferente.
Al otro día despertó con un texto de dos hojas en arial once, sin espacios. Un texto
por corregir del que no recordaba nada más allá del que no recordaba nada. Ni si
quierla haberlo presentido. El texto era un texto crudo, también algo inmaduro. En
vez de un escrito se sentía como un grito, una arenga al borde de otro ataque de
pánico.
Ese día usted pensó en su editor, que probablemente lo odió mientras leía aquel
adefecio.
El nombre del texto era Ansiolítico.
Ahora, desde tan lejos, aquel texto se siente como una pequeñez. Usted tampoco
recuerda el día en que fue publicado, si es que algún día lo fue. Desde aquí, desde
el espacio, de lejos, al verse tan pequeño, pareciera que todo carece de
importancia. Y quizá eso lo ayude.
Por: Andrés Felipe Araque
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