Se escucha un ruido seco en la cocina: ollas cayendo al unísono. Me apresuro por los pasillos estrechos de una casa en ruinas hasta llegar al cuarto de baldosas desportilladas. Sólo entonces lo veo: a él, al abuelo, observándome pacientemente con una media sonrisa en el rostro. A su alrededor, descansando en el suelo, ollas y recuerdos han adquirido una abolladura más.
¿Cómo podría culparlo por todos y cada uno de los desastres? El Alzhéimer nos lo ha arrebatado. A pesar de que papá luche por bañarlo cada domingo, reavivando su penetrante olor a corteza, es inútil pensar que sigue siendo él. No queda más rastro que esa concha ajada y medio vacía que llamamos «cuerpo». Sí, sus ojos son los mismos, pero ya no me ven igual. Hay una tristeza en ellos, un saber inconsciente de la pérdida que ha sufrido. Su memoria parece lamentarse por lo que no recuerda haber extraviado. El abuelo me mira, ahora, sabiendo que debería conocerme. Aquellos ojos de animal se clavan en mí y veo en ellos reflejada mi propia desesperación.
—Abuelo, ¿estás bien? —Los ojos se le iluminan; ya no está perdido. Reconoce en la primera palabra el vínculo que nos une.
Sus ojos me enternecen. Recuerdo aún el comienzo, antes de las ollas abolladas: cuando la enfermedad, disfrazada de arqueóloga, comenzaba apenas la labor de excavar su memoria. La ira del abuelo se asemejaba a grandes olas que descendían sin piedad sobre nuestros hombros. Nos hundía, nos ahogaba. Palpándome el vientre, la sentía brotar dentro de mí, desgarrando tejidos, seccionando arterias y arrancando una a una mis terminaciones nerviosas. Sabía que se odiaba a sí mismo en esos momentos por no poder hallar la manera de reconocerse. Primero fueron las muecas de desagrado, luego los manotazos y, finalmente, los gritos. Pero estos últimos no puedo describirlos (¿cómo se describe un grito sin romper la hoja?). Su ira creaba un tornado y lo insertaba en mi boca. Me obligaba a tragármelo, a digerirlo, a permitirle la entrada y los estragos.
Sin embargo, la ira ya no permanece; se marchó hace años junto con la conciencia de sí mismo. Conservo ahora el recuerdo de alguien que escasamente conocí: el gran hombre de mirada inescrutable, de canciones tarareadas y llanas emociones. Conocí su risa, sus anhelos, sus amores y desamores por boca de otros, pero no lo conocí verdaderamente. Yo estaba muy pequeña. Me familiaricé con su sombra y los pocos rastros que el tiempo le permitió conservar, pero, con los años, he debido resignarme. En este momento disfrutamos de lo que tenemos, de lo que quedó. El abuelo no ha muerto, pero ya se ha ido.
Sin embargo, al amanecer, cuando no sé con certeza si estoy dormida o despierta, roza mi memoria algo que no puedo definir. Adivino la presencia invisible del abuelo, sus susurros y risas contenidas. Me parece escuchar el eco de todas las veces que le oíamos cantar «Burundanga» en el pórtico de la casa agrietada. Su voz y la de Celia Cruz parecían unirse en una semejanza casi perfecta salvo por los momentos en que, silbando, interrumpía la letra de la canción. Es esa misma voz la que me responde, incrédula:
—¿Yo? —Frunciendo las cejas, espera a que le responda. Casi puedo escuchar sus
pensamientos: «Abuelo, ¿yo?». Artículo un fuerte «sí», pero sus labios no vuelven a moverse. Tampoco las numerosas arrugas que le enmarcan el rostro. Se abre paso por la cocina al compás con que las ollas caían. Contemplándolo extrañada pienso, una vez más, que parece no importarle haber dejado de ser.
Por: Laura Bernal B.
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