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Pa’l monte

En esta entrada, Francisco Mazo, estudiante de Gobierno y Asuntos Públicos nacido en el Chocó, nos cuenta sobre las diversas realidades territoriales de las que tanto se habla y que tanto se ignoran, invita a conocer y reconocer las historias, las personas y las regiones de nuestro país.


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El Buen Vivir en los territorios difiere grandemente de la noción occidental de bienestar o desarrollo. Aquí no pretendo más que contar una travesía a Guangarales para, ojalá, acercar el Pacífico a ustedes que me leen o más bien, acercarlos a ustedes que me leen al Pacífico. De una u otra manera esto significa poner al Pacífico en los centros de discusión y decisión política y académica.


La aventura empieza oficialmente en El Carmen de Atrato a eso de las 4:30 a.m., después de haber desayunado arepa con huevos, queso y chocolate y estar listos para salir. El casco urbano del municipio está a unos 1700 metros sobre el nivel del mar y todo alrededor son montañas y más montañas, por lo que siempre se está bajando o subiendo. A esa hora hay temperatura baja y las estrellas iluminan las calles y el camino. Desde que uno se alista para salir de la casa, va con la plena disposición de desconectarse de los trajines del mundo, o más bien, conectarse con su esencia.


Como a unos 40 minutos del pueblo, está La Clara, una vereda de un par de docenas de habitantes. Hasta este punto llega el camino y hay placa huella en algunos trayectos cortos. No hay más servicios públicos que la electricidad, y eso con dificultad. Las casas son antiguas, varias de ellas hechas en barro, tienen huertas con sembrados de cebolla de rama y el agua viene por tuberías improvisadas desde alguna quebrada de la montaña. A las 5:00 a.m. ya hay bombillos encendidos por ahí, y de fondo se entremezclan el sonido de la radio del ejército nacional y de la quebrada. En lo que se puede observar mientras uno avanza en el camino, señores y jóvenes se alistan para subir a los potreros a “darle vuelta” al ganado y ordeñar las vacas para hacer quesito y vender leche. Por cada casa que uno pasa, el saludo es un silbido y sin falla se recibe uno alegre de vuelta.



Cuando el ruido de la quebrada se difumina, uno sabe que ya ha subido varios metros y que se está adentrando en el camino que lo llevará hasta Juntas. Eso sí, el trayecto de 10 horas de camino apenas toma lugar y el ritmo cardíaco apenas empieza a calentar. El amanecer no da espera y antes de terminar el trayecto de potreros y adentrarnos en el monte, ya se pueden ver los primeros rayos de sol; benditos rayos de sol. Desde el monte en adelante el camino es rico y variado, y cada vuelta tiene su propia historia. Hay pantanos que tapan las botas de caucho y otros que inclusive llegan hasta la barriga de los caballos. Hay peñas, piedras, caminos angostos, derrumbes, voladeros —o faldas, como le dicen los viejos— y ríos que cruzar. Los múltiples nacimientos de aguas son, junto con pedazos de panela, la fuente de energía para el ascenso que pareciera no tener fin.


Luego de caminar, comer el fiambre, cantar arengas, cruzar una cordillera y doce amagamientos, escampar aguaceros y demás, se llega al destino final: Juntas, un sector de Guangarales. Le dicen así porque hay dos casas cerca, mientras que los vecinos más cercanos están a unos 45 minutos de más trayecto. Allí y en varios kilómetros alrededor no hay electricidad, señal de celular, parabólica ni ningún servicio público, ni Estado. Se cocina con leña, porque entrar pipetas de gas es sumamente costoso y… sencillamente no tiene sentido: ¿quién va a llevar gas pa’l monte? Las casas están hechas en madera y las tablas de la cocina están llenas de tizne por el fogón de leña. Por la mañana el cantar de los gallos anuncia la hora de levantarse y salir a ordeñar. Además de ordeñar, el trabajo diario consiste en recorrer varios potreros para darle vuelta al ganado, llevar sal marina y sal roja a los saladeros y asegurarse de que sí esté llegando agua a los abrevaderos. Se revisa que ningún animal esté picado de culebra o murciélago, y en caso de ser necesario, se aplica alguna curación. De vez en cuando hay pesca o caza y el machete es fiel compañero de los hombres que salen a rozar y desyerbar las cabeceras del piedemonte para que este no reduzca los potreros. No faltan los cultivos de pancoger, que dan parte importante de la alimentación diaria. Hay variedades de plátanos o mancha, como se le dice entre los que sobresalen el banano, el primitivo, el guineo y el popocho. También hay maíz, con el que se hacen arepas, sopas y mazamorras; y unos pocos palos de yuca. Con la leche se hace queso, quesito, con la nata se hace una especie de mantequilla; y no se puede dejar de lado el sancocho de las gallinas del patio, que también dan huevos. Algo menos común es cortar madera para venderla en el pueblo ya que los caminos son difíciles hasta para los caballos.


Allí en Guangarales, como en muchas otras veredas y zonas rurales, en medio de kilómetros y kilómetros de tapete verde, de selva espesa y húmeda, la gente vive tranquila, sin muchas preocupaciones. El sol sale y es hora de levantarse a las labores, el sol se oculta y es señal de que es hora de irse recogiendo a la casa. Cuando llueve duro y el río está crecido, hay que ir a pescar uno que otro capitán. Una preocupación de los viejos es la educación de sus hijos e hijas, a quienes tienen que mandar al pueblo para que estudien. No hay tiendas pero tampoco hambre; y cada semana o quincenalmente alguien sale al pueblo a comprar los alimentos que falten: sal, arroz y aceite. Cuando hay ferias ganaderas en el pueblo, se saca el ganado para venderlo. En términos generales, la gente vive agradecida por la vida, la salud y por lo que tiene. De cierto modo, se vive en el presente, la conexión con la naturaleza es constante e ininterrumpida, se respira el verde de las montañas y se escucha el silencio, el río y los animales. No hay excentricidades materiales, pero su fortuna es la más preciada: la riqueza que tienen con solo asomarse por la ventana.


Esto es un brevísimo contexto de una de las diversas realidades territoriales de las que tanto se habla y que tanto se ignoran. Es responsabilidad nuestra dejar la indiferencia y darles la visibilidad que merecen, y acercarnos éticamente a las gentes de nuestro país, a sus historias, a lo que tienen por decir y compartir. Esto no solo para escucharlas, sino para tenerlas en cuenta y reconocerlas como agentes principales de su propio desarrollo. Hablar y decidir sobre los territorios desde suposiciones y desde el desconocimiento es sencillo pero irresponsable y hasta deshumaniza su gente. Hay mucho por hacer en las regiones, sí; pero el qué y el cómo son aspectos que se tienen que discutir con la gente que las habitan.


 

Por: Francisco Mazo, estudiante de Gobierno y Asuntos Públicos nacido en el Chocó


*** Blogs El Uniandino es un espacio abierto a la comunidad que ofrece el periódico El Uniandino para explorar temas nuevos, voces diversas y perspectivas diferentes. El contenido se desarrolla por los colaboradores con asesoría del equipo editorial del periódico

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