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Estudio en Los Andes y temo que maten a mi madre

En esta entrada, Santiago Soler, nos cuenta el miedo y la inseguridad que se vive dentro de una plaza de mercado en la ciudad de Bogotá.

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Mi mamá toma una ducha a las 2:00 de la mañana, alista sus cosas, hace una corta oración y se despide para salir camino a la plaza de mercado donde vende frutas desde hace 24 años. Su sueño siempre fue ver sus hijos en la universidad y tener una casa propia en otro barrio. Gracias a algunas becas y mucho esfuerzo logró lo primero, pero a pesar de trabajar día y noche lo segundo, por ahora, es solo un sueño.


Nací y crecí en el mismo barrio, a unas 10 cuadras de la plaza de mercado. A mi mamá nunca le ha gustado que la acompañe a su trabajo, sentía desconfianza de las miradas y los comentarios. Ella espera un destino diferente para mí, tiene una obsesión con verme en una oficina lejos de los indigentes, las drogas y las armas que rodean su puesto de fruta. Esa tierra de nadie, en medio de la ciudad, donde la policía mira para un lado y personas de todos los estratos llegan a recoger sus dosis diarias. Ella me prohíbe acompañarla por miedo, miedo a la “vigilancia”.


La “vigilancia” -cuenta mi abuela- es un grupo que se tomó la plaza de mercado hace muchos años. En esa época la plaza era pequeña y en toda la ciudad las personas vivían con miedo de salir de sus casas en la mañana y no regresar en las noches. El narcotráfico controlaba todo y los robos a mano armada eran el día a día. Los comerciantes de la plaza estaban acostumbrados a mover altas sumas de dinero en efectivo y se volvieron presa fácil de asalto. Por ese motivo, un pequeño grupo de comerciantes, cansados de los robos y la inoperancia de la fuerza pública, decidieron montar un “sistema de seguridad privada”: sicarios que vigilaban la plaza de mercado. Los ladrones aparecían muertos y los robos se reducían.


Los robos disminuyeron, pero los sicarios nunca se fueron. La “vigilancia” empezó a pasar bodega por bodega pidiendo su vacuna, un nuevo impuesto obligatorio para todo el que quiera trabajar allí. Posteriormente, grupos de narcotraficantes empezaron a enfrentarse por el control de la plaza de mercado. Este lugar abandonado por el Estado se convirtió en el sitio ideal para controlar varios puntos de distribución de drogas en la ciudad. Otros comerciantes empezaron a pagar a los vigilantes para tener el monopolio de ciertos productos. Se llegó a un equilibrio aparente: cada cuadra pertenece a una banda, ciertos personajes pueden vender droga, los comerciantes saben que productos son monopolizados y los policías tienen memorizado el protocolo para recibir su tajada y no desaparecer. En el 2020 todo sigue igual, solo hay que sumar la pandemia y la llegada de decenas de venezolanos que buscan algo en qué trabajar.


Si miras mal a un vigilante, les llega un chisme equivocado o solo tuviste un mal día tu vida no vale nada. Decenas de veces mi mamá llega estresada, triste y asustada. Ella evitaba contarnos. Los motivos pueden ser múltiples, por ejemplo, una balacera, un asesinato o algo similar. Varios compañeros de trabajo fueron asesinados a lo largo de los años por “errores”, ir vestido similar a otra persona o una simple “confusión”. Con el tiempo normalicé esa situación, y mi familia también. Cuando se hablan estos temas bajamos la voz por miedo a que un vecino o alguien que pase por la calle escuche lo que pensamos de la “vigilancia”, desde hace un tiempo solo dejamos de conversar sobre el tema.


En la Universidad de los Andes la mayoría de gente entiende y piensa las plazas de mercado como lugares llenos de coloridas frutas y verduras en las que puedes conocer historias ideales para una etnografía y caminar como turista entre los puestos. En Bogotá tal vez es así, no lo sé. A veces quiero pensar que el trabajo de mi madre es igual, solo olvidar el terror que me acompaña de que mi madre un día no regrese. Quiero terminar la universidad, comprar esa hijueputa casa y que a las 11:00 de la noche mi madre esté en pijama sin estar preocupada por el miedo de ir a trabajar.


 

Por Santiago Soler


*** Blogs El Uniandino es un espacio abierto a la comunidad que ofrece el periódico El Uniandino para explorar temas nuevos, voces diversas y perspectivas diferentes. El contenido se desarrolla por los colaboradores con asesoría del equipo editorial del periódico

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