Alejandro Lozada es nuestro editor de Contenidos Periodísticos. Aquí su columna "Memoria minada". Para contestar a la columna de Alejandro, o si estás interesado en publicar una, envía tu propuesta a preiodicoeluniandino@gmail.com
No tiene el rostro airoso del vencedor. Por el contrario, posee una rigidez militar, como si esperara con paciencia una orden que diera inicio al descanso y entonces pudiera bajar el brazo que simula una onda y relajar su desnudez que pareciera incomodarle todavía. Se encuentra sostenido en una pequeña plataforma blanca, recostado en la pared sobre las dos nalgas a falta de una pierna izquierda que le ayude a equilibrarse. Aunque a ratos pudiera confundirse con El David de Miguel Ángel —el pequeño héroe bíblico que venció a Goliat— este David tuvo la mala fortuna de haber nacido en Colombia y de haberla recorrido con sus suelos podridos de minas. Tampoco está hecho de mármol, sino de carne, hueso, y sangre; elementos que salieron disparados de su pierna cuando pisó una mina antipersonal mientras patrullaba por algún lugar del Cauca. Que no se quebraron como la piedra por la acción de la dinamita, sino que fueron arrancados de su anatomía de la única forma que podría sostener un símil: como una carne, unos huesos, y una sangre, que se deshacen para siempre por la acción lejana de un enemigo invisible.
Así es, a grandes rasgos, el David-quiebramales de Miguel Rojas. Obra aclamada del arte colombiano que hoy ocupa un espacio en la Sala de Memoria y Nación, de exhibición permanente, del Museo Nacional en Bogotá.
Por los corredores del museo los visitantes comentan la obra después de pasar unos minutos mirándola. La palabra ‘conmovido’ es un común denominador en las conversaciones. A todos pareciera revolver la conciencia el David-quiebramales: cuánta crueldad y horror en la guerra, la fragilidad del cuerpo humano. Te hace pensar, me dice una señora encopetada. Y es verdad, me hace pensar. Me pregunto, ¿dónde estará ahora este David? ¿De qué vive? ¿Vive acaso? ¿Cuántos más como él de los que no sabemos caminan entre nosotros? Me pregunto, también, si la señora encopetada piensa en esto mientras toma su café en el Juan Valdez del museo.
Entonces busco, busco al hombre que hace de David para la cámara, al que posa desnudo con su muñón al aire; pero no lo encuentro. Nunca el hombre, todo la obra: icónica, transformadora, reveladora. Busco más: el hombre se llama José Ramos, se convirtió en el David de Miguel Rojas; era soldado, ahora es David-quiebramales. Semana, Arcadia, Los Informantes, todos parecen encantados con el juego de palabras: Miguel Ángel Rojas comparte el nombre con Miguel Ángel Buonarroti; además, el primero tiene una versión criolla de El David del segundo.
Al fin mi búsqueda arroja algo, un pequeño artículo en El Tiempo. José Ramos habla como un paisano más, aprendió a trabajar la tierra desde que tenía 18 años, pero ahora le resulta incómodo por la prótesis que usa. Fue dado de baja en el ejército cuando aprendió a utilizarla. Desde entonces vive en Caldas donde recibe una pensión del gobierno de 470 mil pesos con la que ayuda a sostener a su mamá. Nunca terminó la primaria.
Pienso en la señora encopetada, —te hace pensar —, me decía, pensar en lo horrible de matarnos. Pero digo yo: y todo ese horror, esa conmoción, ese cruel encuentro con la guerra, ¿para qué? ¿Para qué, si David-quiebramales se las apaña para llegar a fin de mes? ¿Para qué, si un labrador por vocación se ve obligado a manejar un mototaxi por necesidad?
A veces pienso que la memoria en Colombia, su gran salón, terminó convertido en una cárcel para quienes lo habitan, en una condena póstuma cumplida en el monumental salón de un museo. Entonces vienen a mí los personajes de Salcedo Ramos en 'Un país de mutilados', olvidados en las esquinas de las grandes ciudades, sin un brazo, o sin una pierna, o con un ojo de vidrio; condenados a un perpetuo viacrucis para encontrar un lugar al que puedan pertenecer. Vienen también 'Los mochos de Ralito', la sombra de sus hombres y mujeres, de algunos combatientes; me pregunto si ellos saben del David colombiano, si saben que los reivindica. Carajo, me encuentro a mí mismo buscando a Santafé de Ralito en un mapa; a Inírida, El Salado, Carmen del Darién. Pienso en un reportaje de Wills ¡la fosa común urbana más grande del mundo! Ahí nomás en Medellín. Y entonces, ¿para qué carajos una sala de Memoria y Nación si sus protagonistas se encuentran con un país que les da la espalda, pero los recuerda? ¿De qué sirve la distribución cruel y estética de David-quiebramales, si a José Ramos nadie lo pregunta?
'La poesía es mierda, si no llega a la gente' se dijo alguna vez en un festival de poesía en Medellín. Lo bien que nos haría repetir esta frase cada vez que nos sentimos generosos por construir una memoria vacía.
A este David mocho le falta un Cristo Caído sin manos, o una Gorda de Botero que no pueda peinarse por falta de dedos, le faltamos usted y yo. No para añadir horror, sino para comprender que las minas que carga este país bajo la piel, al igual que sus víctimas, son de todos, somos todos; que podés salir a dar un paseo y de repente pisar una; que mutilan mujeres, hombres, niños, ancianos, negros, blancos, antioqueños, caucanos, arhuacos. Que no mutilan monumentos ni fotografías.
Por: Alejandro Lozada
Fotomontaje: El Uniandino
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