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  • El Uniandino

Lomo de plata: crónicas de un primatólogo en África

Son las 5 de la mañana y doña Edith Tamayo se despierta en su casa ubicada en alguna esquina de Bosa, el segundo barrio más grande de Bogotá y tal vez de los más populares de Colombia. Siente que los años le pesan en sus párpados, camina por la casa un poco adormilada y pasa de largo por la puerta del cuarto de su hijo Cristian Alvarado fue cuestión de varios meses para perder la costumbre de entrar a contemplar su cama tendida y deshabitada desde la última vez que él vino a Colombia de visita. La mañana transcurre con normalidad en un compás reiterativo y parsimonioso mientras está listo el café: el delegado de acelerar el tempo para arrancar el día. No deja de pensar en cómo estará su hijo, si se estará alimentando bien o si ya ha vuelto del monte.





Como en un salto cuántico, Cristian se le ha adelantado en el café mañanero a su madre, por lo menos, en unas 8 horas. También, a sus propias 5am, sus ojos almendrados despiertan desde la base de investigación del Instituto Max Planck en el Bwindi Impenetrable National Park de Uganda. Ya van 10 meses, dos semanas y cuatro días, desde que sus mañanas nacen en una lejana cabaña en el viejo continente africano. Ahí él gasta sus horas supervisando la toma de datos del comportamiento de gorilas de niebla como parte de una investigación que ya lleva 20 años en curso.


Uganda promete un sol deslumbrante, de esos que en Bogotá son raros y celebrados, ahora aborrecido por el desgaste físico que implica trabajar bajo el influjo de la Gran Estrella. Ya se ha tanqueado con un buen desayuno para evitar la pálida en medio del monte, situación que no parecería usual para alguien de su contextura: hombros anchos y cuerpo atlético, producto de las largas jornadas sorteando los obstáculos de sus caminatas en la selva; la ducha la reserva para cuando regrese de trabajar y el choque térmico con el agua helada sea más tolerable. Camina hacia la oficina de los rangers africanos, sabedores y guías de su territorio sin los cuales no sobreviviría en la selva que le hace honor a su nombre: impenetrable. Se saludan en inglés, lingua franca que sirve de puente entre el Suajili de la región y el español rolo de Cristian. Deciden cuál grupo de gorilas les toca estudiar ese día y con equipos al hombro, una serie de bolas de pan fritas llamadas mandazi que comerán en la merienda y sus garrafas de agua, el grupo, conformado por dos rangers y él, emprende su misión entre el espeso bosque.


El gorila, “rey de los primates”, hace parte del grupo que junto con los bonobos, chimpancés y orangutanes son comúnmente denominados simios o monos. Si a la fórmula se le suman los seres humanos se conforma la familia hominidae debido a su cercana historia evolutiva —de ahí que se diga que estos animales son nuestros “primos”. En su forma de vida silvestre la distribución de las poblaciones de estos simios se restringe a la franja ecuatorial de África y Asía. Hasta la fecha, Cristian ha tenido la oportunidad de trabajar con la mayoría de estas especies exceptuando los chimpancés y orangutanes, la parte de la familia filogenética que se ha propuesto visitar antes de cumplir los 30 años.


Cuando Cristian habla sobre el comportamiento animal se asoma un brillo en sus ojos y la emoción en su tono de voz indica la certeza de que habla desde el corazón. Nos citamos el primero de febrero de 2023, a mis 9:00 am —sus 6:00 pm— al final de su jornada laboral. Habían pasado 3 años desde la última vez que hablamos. Cristian recuerda con una sonrisa socarrona que nunca fue bueno para los números. Perdimos juntos la batalla contra “Física Básica 2: para biología y medicina” en 2019. Los peores obstáculos de nuestra carrera eran parte del pasado: solo esa asignatura se interponía entre nosotros y el diploma. En 2020 fuimos parte del minoritario grupo de 5 biólogos que repetían la materia entre 80 médicos casi primíparos. Era evidente que estábamos a nada de terminar la carrera y que procrastinamos una asignatura que debimos haber visto en tercer semestre. Nuestros caminos, como el de todos los que se convierten en egresados, se separaron guiados por la vocación, las presiones de la vida adulta y la sed de autodescubrimiento. Hoy Cristian, con su tez trigueña, sonrisa amplia, tupido cabello negro y su característico bigote, con las puntas enroscadas,  aparece retratado entre el encuadre de mi computador: está al otro lado del mundo y su discurso trastabilla con el inglés que hábilmente se le enreda entre los dientes. Sonríe y acepta el juego que le propongo en el que pretendemos que yo soy periodista y él el entrevistado.


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Su primer acercamiento a la primatología, según me cuenta, fue en las aulas de la Universidad de Los Andes cuando el profesor Andres Link, con su aspecto que no parece envejecer y su cautivador discurso,  dictaba el módulo magistral de mamíferos en la asignatura “Biología de Organismos” en el primer semestre del pregrado. Para el final del periodo académico, el profesor ya se sabía de memoria la cara de Cristian, quien solía abordarlo para ahondar en los temas dictados o proponerle trabajar en las investigaciones de la Fundación Primates que hasta el día de hoy es dirigida por Link. “Desde el principio Cristian mostró un interés grandísimo por la primatología —dice Link—. Empezamos a investigar juntos los primates del Magdalena Medio, más específicamente en San Juan del Carare, zona en donde se encuentra una de las estaciones de investigación de la Fundación”. El profesor, quien contesta mi llamada en medio de su apretada agenda, recuerda con cariño los inicios de Cristian cuando fue su pupilo y ahora amigo. “Para su tesis, él tomó la decisión de irse a Tiputini, Ecuador, a trabajar un año en un proyecto que tenemos sobre el comportamiento del mono araña”, cuenta.


A pesar de haber dedicado años acompañando a Link en las investigaciones de primates neotropicales como los de Colombia y Ecuador, Cristian siempre tuvo la ilusión de conocer aquellos míticos simios africanos. Fue así como, en medio de la incertidumbre de un mundo sumido en una letal pandemia, y tras compartir 5 meses recluido con su familia, Cristian aplicó “como quien no quiere la cosa” a una convocatoria para estudiar bonobos en el Congo. Para su sorpresa, fue aceptado y algunos meses después se encontraba abordando un avión camino a África. 


Su madre, doña Edith, no recuerda con mucha alegría ese viaje. Ella cuenta con un nudo en la garganta: “él siempre fue muy independiente y me ayudaba como podía. Era el muchachito que llegaba del colegio a trabajar conmigo en el taller de confección, pasamos mucho tiempo juntos y por eso sufrí en ese primer viaje que él tuvo a África. Se nos pasaban meses sin saber de él porque la comunicación era muy mala”.  Doña Edith menciona que a pesar de que lo extraña mucho desde que vive en Uganda, Cristian la llama todos los días a contarle cosas, como la vez que se encontró un elefante o cuando alguna de las hembras de gorilas ha tenido una cría. Parece que la amargura de la distancia se atenúa con el orgullo que siente cuando habla de las aventuras de su hijo.


Cristian encontró su vocación de manera fortuita mucho antes de empezar sus estudios en la Universidad de Los Andes. Cuando recién se graduó del bachillerato, en 2013, quería ser neurocirujano y estudiar en Argentina, donde la educación solía ser más barata. “Puede ser que por ser testigo de la muerte de mi papá él se haya inclinado por la medicina, porque la causa de su muerte fue pura negligencia. Desde ahí Cristian tenía la idea de hacer las cosas bien para salvar vidas”, me cuenta Yenny, la hermana mayor de Cristian, o “titi”, como lo llaman en casa. Sus planes frustrados, dada la inflación en el cono sur, lo llevaron a entrar —a regañadientes— al programa de biología de la Universidad El Bosque. No fue hasta su primera salida de campo en Juanchaco, un municipio ubicado en la costa pacífica del Valle del Cauca cuando, avistando ballenas, que cayó rendido de amor por la biología. Ahí entendió que podría dedicar toda su vida al estudio del comportamiento de los animales, salir de viaje y satisfacer su curiosidad por los grandes enigmas de la naturaleza. Continuó sus estudios en Los Andes, que para la fecha, ofrecia oportunidades de financiación que Cristian encontró más beneficiosas para su economía y la de su familia.


Para Santiago Herrera, su mejor amigo, Cristian nació para ser biólogo. Se conocieron también en la Universidad El Bosque y juntos siguieron la carrera en Los Andes.  Para Cristian, conocer a Santiago fue desamor a primera vista. “Él pensó que yo era un gomelo fastidioso”, comenta Santiago entre risas, quien no en vano se graduó del colegio Andino —uno de los más prestigiosos y costosos de la ciudad—. Es alto, rubio y con ojos azules, innegables rasgos propios de la ascendencia alemana por parte de su mamá. Afortunadamente, las asperezas se limaron con la convivencia del semestre en donde se volvieron grandes amigos. A los ojos de Santiago, Cristian es la mejor compañía para sobrevivir en medio de la naturaleza. “Si yo algún día me pierdo en alguna de esas salidas de campo ojalá nunca pero si pasa, que sea con Cristian porque no he conocido a nadie que se sienta tan seguro en medio del bosque: él sabe qué cosas se pueden comer, cuáles otras evitar, por donde ir….en esa primera salida de campo nos dimos cuenta de que de pronto si nos gustaba este cuento de ser biólogos”.


Otra cosa que destaca Laura Gómez, su amiga y “hermanita del bosque”, con quién Cristian compartió un año entero estudiando monos araña en las selvas de Ecuador, es que aparte de su destreza para sobrellevar el trajín que exige el monte, él sabe detallar su entorno: “admiro su capacidad de asombro, es un gran observador y se emociona mucho por esos pequeños detalles que para cualquiera pueden pasar desapercibidos”, comenta Laura con un rastro de nostalgia en su discurso. “Entonces nos quedabamos como bobos viendo por horas el comportamiento de los monos y eso era algo que disfrutabamos mucho”. 


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“Para seguir gorilas en Uganda se precisa de un GPS, tubos con alcohol y gel de silica para recoger las muestras coprológicas de los primates; agua, celulares y tablets para tomar los datos de comportamiento”, me explica Cristian mientras hace memoria de cada una de las cosas que suele usar. “Una vez adentrados en el bosque se inicia la búsqueda del grupo de gorilas elegido para la recolección de datos. Debemos empezar por el sitio en donde los dejamos el día anterior y junto con los rangers buscamos el rastro de nidos y las hojas aplastadas que van dejando los gorilas a su paso”. Cuenta que hay veces en las que deben caminar mucho para encontrarlos, pero que hay días de suerte en los que estos solo se desplazaron un par de metros. “Cuando los encontramos, debemos prepararnos, osea ponernos el  tapabocas así sea que mantengan una distancia reglamentaria de 10 metros para protegerlos de ser expuestos a patógenos y enfermedades humanas”. Su jornada laboral en la oficina de la selva termina a las 2 de la tarde y solo puede interactuar un máximo de 4 horas con los gorilas, para no estresarlos.


Existen dos especies principales de gorilas: los de tierras bajas cuyo nombre científico es difícil de olvidar, Gorilla gorilla, y los gorilas de alta montaña, Gorilla beringei. Cuando estuvo en Gabón, un país en la zona ecuatorial africana, Cristian estudió los gorilas de tierras bajas. Luego fue trasladado a su base actual, en donde está estudiando los de alta montaña. “Para que te quede claro —dijo Cristian al ver mi cara de no entender— aparte de que los de tierras bajas tienen el pelo rojo, suelen ser más gruñones, mientras que los de tierras altas se la pasan para todo lado juntos, juegan, se arrunchan y se acicalan todo el tiempo"


En tanto hablábamos de estos animales, me surgió la duda de si tenían algún tipo de organización al interior de sus grupos, a lo que él explicó que “independientemente de la especie, los gorilas se organizan de tal manera en la que son liderados por un solo macho, el ‘lomo plateado’, por lo general, el mayor de todos. El resto de los machos, a medida que alcanzan su madurez reproductiva deben migrar fuera del grupo”. De este modo, suelen haber más hembras y primates jóvenes que machos adultos.


Entre los 4 grupos que estudia el Instituto Max Planck, el favorito de Cristian es el que lidera un macho llamado Mukiza, que en suajili significa el salvador, el héroe o el ayudador. Es un grupo de 19 individuos, repleto de gorilas bebés y muy cohesionado. Cada año, la directora de la investigación, Martha Robbins, toma fotografías de los gorilas del proyecto que luego son colgadas en las paredes de la base de investigación. De Mukiza saben que nació el 24 de Noviembre de 1999, casualmente en el mismo año en el que empezó el estudio: “cada mañana mientras cepillo mis dientes veo a este gorila del tamaño de un gato y toda su evolución hasta ser un adulto de 1.60m de altura y como 200 kg de peso aproximado”, cuenta Cristian con ademán de orgullo. En comparación con los otros grupos, este es el que mejores indicadores de éxito tiene por su alto número de individuos. “Lo que sea que esté haciendo Mukiza, lo está haciendo bien”, puntualiza Cristian.


Cristian también tiene un macho con el que no se la lleva tan bien, o por lo menos, con el que tiene una relación de distante respeto. Se llama Casone y con él tuvo un altercado que pudo resultar fatal. “En ese momento pensé que hasta ahí iba a llegar”, dice Cristian mientras su voz se pausa, desvía la mirada y en su cara se dibuja el asomo de lo que parece ser el susto más grande que ha vivido hasta el momento. “Resulta que estábamos siguiendo a un grupo de 5 individuos en medio de la vegetación espesa porque nos costaba verlos, cuando este man —Casone— salió de la nada, empezó a gritar; fuera de eso, me cogió por la pierna y arrastrándome me mordió el muslo izquierdo. Todo pasó en cuestión de segundos”. Casone —que es un macho salvaje, es decir, no está habituado a la presencia de humanos— era nuevo entre el grupo de gorilas que estudiaba Cristian esa vez.

 

Para lograr que el animal lo soltara y se fuera, los rangers que lo acompañaban tuvieron que gritar y golpear las hojas de las plantas. “Yo estaba en shock en ese momento. Me levanté y empecé a preguntar por el teléfono donde estaba tomando los datos. No quería perder todo lo que ya habíamos registrado, o sea, como que después de que el gorila me mordió —y todavía no entiendo por qué— mi reacción automática fue buscar los equipos con los datos”, cuenta Cristian entre risas. Afortunadamente la herida fue superficial: el equipo de primeros auxilios que siempre llevan bastó para atenderlo en lo que salían del monte y llegaban al hospital. Según cuenta Cristian, este suceso le sirvió de recordatorio sobre los peligros a los que está expuesto y de mantener la guardia siempre arriba.


El estudio de la vida salvaje en un entorno como el de la reserva natural de Uganda saca a relucir la fragilidad de la propia vida ante la inmensidad de la selva, como también la belleza de la misma. Son incontables las veces en las que la naturaleza le ha premiado con escenas inolvidables como cuando estaba en el Congo. “Recuerdo esta escena que me dejó boquiabierto cuando, siguiendo bonobos, una mamá llamada Lombe estaba con su bebé que se llama Loquito. Yo me acuerdo mucho que estaban descansando, y en eso ella pone a su bebé boca arriba, lo toma en sus brazos y le hace trompetas en la barriga a lo que él se ríe”. Con el relato de esa escena tan íntima entre madre e hijo fue inevitable sentir un pequeño nudo en la garganta al recordar como yo jugaba así con mi hermanito para hacerlo reír cuando él apenas era un bebé de dos años.


Frente a esos rasgos comportamentales que suelen ser atribuidos casi exclusivamente a los humanos, hablé con el primatólogo Felipe Aramburo sobre aquella línea delgada que nos separa del resto de primates. Él piensa que “lo único que uno puede decir como realmente ‘humano’ que nos distingue,  más allá de obviamente los genes, es que en ninguna otra especie animal —o viva— la evolución cultural ha moldeado tanto el producto final como en nosotros”. Aramburo, quien fue el director de la Asociación Colombiana de Primatología, denota que en múltiples ocasiones le ha asaltado esta misma duda. A pesar de que su campo de experticia es la influencia de los primates en la ecología de bosques tropicales, para él ha sido inevitable cuestionar las virtudes adjudicadas a la humanidad cuando presencia escenas tan cercanas a esta —como la de el fraternal abrazo de dos monos araña que hace mucho tiempo no se veían y se reconocen en medio de la selva. 

Aramburo concluye que “es difícil diferenciar si le estamos retirando la ‘naturaleza’ al humano o estamos proyectando nuestra humanidad en los primates. Está discusión no se tiene lo suficiente y creo que al menos en el área de la primatología no es alimentada por personas desde la filosofía ni la antropología. Incluso acá en el trópico creo que esa charla es inexistente”.


Respecto a esa misma cuestión, y con la experticia de haber estudiado todos estos años el comportamiento animal, Cristian también ha resuelto este cuestionamiento con una conclusión que parece dejarlo satisfecho. Desde otra orilla él cree que “la gran diferencia que hay entre nosotros básicamente es comportamental. Por temas de evolución nuestro cerebro es mucho más grande y se cree que esto supone una correlación con un cerebro más inteligente. Fueron las condiciones ambientales las que nos llevaron a cooperar más entre nosotros y eso abrió las puertas a desarrollar más habilidades sociales, a comunicarnos y a entender diferentes niveles de intencionalidad en el otro”. Cristian destaca que nuestra mayor habilidad para sobrevivir fue fortalecer nuestros lazos sociales: la complejidad de los mismos es lo que él cree determinante en los seres humanos. 


La autorreferencia que suscita el estudio de la primatología ha inspirado a investigadores como Franz de Waal, Susan Savage-Rumbaugh e incluso a Jane Goodall a dedicar años al entendimiento del comportamiento animal y de paso, desmitificar el antropocentrismo que plantea la superioridad del ser humano frente a otras formas de vida. La complejidad de los comportamientos en primates no humanos desafía la narcisista concepción de que nosotros somos únicos por nuestra inteligencia y emociones. Basta ver la historia de la guerra civil de chimpancés presenciada por Goodall, mientras residía en Tanzania, para descubrir los maquiavélicos planes de derrocamiento, alianzas, traición y hambre de poder exhibida por los contendientes. O las muestras de arrepentimiento y perdón, en las observaciones de De Waal estudiando la misma especie: “después de una pelea —los chimpancés— se reúnen y se besan, se abrazan, se acicalan, porque la relación que tienen, a pesar de que tuvieron una pelea, sigue siendo valiosa, por lo que la reconciliación se produce cuando los individuos tienen un interés en mantener la relación y creo que la sociedad humana es muy similar”, comentó De Waal, en una entrevista realizada por Andrés Link, en su paso por la Universidad de Los Andes.


El Homo sapiens no tuvo de otra que evolucionar como un ser social para sobrevivir a las inclemencias del ambiente. Desprovisto de garras, colmillos o un mortífero veneno, el cerebro humano fue aumentando las circunvoluciones de su corteza así como el tamaño de zonas como el telencéfalo, ubicado en la parte frontal del cerebro y se le atribuyen las funciones cognitivas superiores como la percepción, pensamiento, memoria y la toma de decisiones. Al sol de hoy el producto de eso es lo que ha mantenido la amistad de Cristian con Laura, Santiago y Link. También es la razón por la que su mamá y su hermana lo extrañan cuando se encuentra lejos de casa e incluso lo que permite que sean funcionales los grupos de trabajo en la estación de observación ugandesa del Max Planck; similarmente, ha permitido el entendimiento en la interpretación de datos como los del estudio en el que participa Cristian y que permite acercarnos a la realidad de aquellos grandes primos: los gorilas de niebla —quienes a su vez tienen amistades, amores y mamás que acicalan y regañan a sus crías. Los años de investigaciones dedicadas a este campo a lo mejor servirán para dilucidar nuestra negada animalidad e incentivar la humildad de entender que la evolución de cada ser vivo atiende a la justa medida de la supervivencia que trae consigo el azar de las condiciones ambientales.


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Ya ha acabado el día. Los reportes de las observaciones de la mañana han sido debidamente consignados en las eternas hojas de excel: guardianas de la historia de vida de cada gorila del programa. Cristian regresa a su estancia, merienda y se dispone a llamar a su madre quien apenas está transitando las 9 am de un día que para él ya está concluyendo. En casa de doña Edith ni los vecinos o los transeúntes despistados del barrio podrán imaginar que esa misma mañana,  fría en la capital, ella estaría hablando con su hijo y que éste, a su vez, la llamaba a sus 6 pm desde África tras haber seguido grupos de gorilas todo el día. No podrían tampoco imaginar la alegría de ella al enterarse de la visita de Cristian a Colombia en los próximos meses, ni que por unas cuantas semanas estarán conviviendo en el mismo espacio y tiempo, que su cama volverá a estar destendida y sus cosas habitadas. No falta mucho para que Doña Edith vuelva a servir una taza más de café.



 

Por Miranda Bejarano

Foto, cortesía de Cristian Alvarado


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