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  • El Uniandino

El Profe



“¿Será que de verdad se murió?”, pensé mientras caminaba hacia mi casa desde el Parque de los Periodistas. Imposible, había entrevistado al Profe hace unos días, el sábado. Estaba sonriente con su parlante, bailando salsa solo y buscando con la mirada a su próxima pareja de baile. La que atrapó su mirada fui yo, pero en vez de tomar su mano y aceptar el baile, le pedí que me regalara una entrevista y nos sentamos a hablar. Al terminar nos abrazamos, bailamos, y nos despedimos con la promesa de vernos al día siguiente para hacerle una sesión de fotos.


Volví todos los días por una semana. El Profe nunca estuvo.


—A ese man lo atropellaron —me dijo Kevin, un vendedor ambulante de libros que, de tanto preguntarle por el Profe, me reconocía.


Me reí, esperando que su augurio fuera un chiste. Había ido a todos los lugares a los que me mandaron al iniciar su búsqueda: “Él a veces está en la Séptima, a veces en la Calle 22, a veces en El Chorro, a veces en el Parque de los Periodistas. Viene siempre como a las 6, baila hasta tarde. No lo he visto desde hace unos días”, las voces de los artesanos y trabajadores del centro resonaban en mi cabeza. Hasta ese momento, no había pensado en la posibilidad de que estuviera herido o muerto.


De repente me puse seria, Kevin me miró:


—Ese man no ha vuelto desde el día que lo entrevistaste.


Llegué a mi casa cansada, convencida de que el vendedor de libros tenía razón y no iba a volver a ver al Profe. No pude quitarme la imagen de él en el hospital, ni la culpa inmensa por haberme reído de esa posibilidad. Pero no perdí la esperanza por completo, después de todo no era la primera vez que el Profe se me perdía.


 

A Juan Carlos Camilo —como conocen al Profe en la Registraduría— lo conocí en la carrera séptima a inicios de 2021. Había un grupo de unas 10 personas observándolo bailar. La salsa se escuchaba fuerte, y mis amigos y yo nos acercamos a ver el espectáculo. Me empujaron hacia el centro y me encontré siendo pareja de ese caleño de 53 años que lleva dos décadas viviendo en Bogotá.


—¿Con cuántas mujeres bailas al día —le pregunté.


—Muchas —me dijo después de reírse y decirme que no tenía cómo saberlo—. Yo he bailado con francesas, ecuatorianas, brasileñas, italianas, peruanas, japonesas… Mujeres encantadoras.


Aquel primer día, el Profe me dio vueltas, me enseñó pasos nuevos e hizo su mayor esfuerzo para que bailara a su ritmo. Después de dos minutos yo estaba cansada, las canciones de salsa parecen eternas y con una pareja a la que le gusta dar giros, incluso en una ciudad fría como Bogotá, una se calienta y suda. Al terminar la canción, por fin, me giró hacia su público y de la mano hicimos una reverencia. Él señaló un contenedor plástico en el suelo y unos cuantos espectadores se acercaron a dejar propina por el show. Volteé a mirar al Profe, le agradecí, dejé dos monedas y partí.


No lo volví a ver hasta meses después, en agosto. El Profe estaba bailando en el túnel que conecta la estación Aguas con Universidades. Volví unas semanas después para hacerle una entrevista, pero no estaba.


Durante esos días, prestaba especial atención a los sonidos que me rodeaban, esperando escuchar salsa y que al llegar a su origen estuviera el Profe bailando con alguna extraña. Cuando paseaba por la Plaza Bolívar me parecía raro no verlo y cuando me montaba a las estaciones de transmilenio me asomaba al túnel para asegurarme de que no estuviera allí. Después de un tiempo, estar pendiente del ambiente y buscarlo se volvió un reflejo.


Pasó quién sabe cuánto tiempo hasta que nos volvimos a ver, justo antes de que Kevin me dijera que lo habían atropellado. Me emocioné al verlo en el Parque de los Periodistas. Me acerqué y le pedí su contacto, sabiendo que se movería de nuevo.


—No te preocupes que voy a estar aquí. Si no estoy, yo sé que algún día nos volvemos a encontrar porque Dios sabe que las cosas buenas se repiten.


Pensé que tal vez no me quería dar su número porque no tenía celular. Le pregunté a un amigo artesano y me dijo que el Profe vivía desconectado, fuera de ese mundo de contactos y redes, que prefería que no lo molestaran y dejaba todo en manos del destino. Aquello me causó gracia, no lo había entrevistado todavía, pero el bailarín definitivamente no parecía encajar en el grupo de gente que vive de esa manera. De hecho, se notaba que disfrutaba el espectáculo, la calle, tener un público. No pensé más en eso y puse todas mis ilusiones en su palabra. Al día siguiente, efectivamente, el hombre estaba allí. Y por fin pude entrevistarlo.





 

El Parque de los Periodistas estaba vacío. Había cinco personas alrededor, todas trabajando. El Profe estaba alistando sus cosas, esperando también a que más gente pasara. Me dijo que tenía tiempo para mí, que nos pusiéramos al lado de su parlante. Mientras yo sacaba el cuaderno, él se compró un cigarrillo. Se sentó a mi lado en el suelo, le bajó el volumen a la música y cuando me dijo que estaba listo, se introdujo.


—A mí me dicen el Profe porque yo daba clases en el Chorro de Quevedo para los turistas en los hostales —me dijo. Y siguió explicando que por la pandemia, las normas de distanciamiento y el límite en el aforo “el trabajo se me volvió faaaa”.


Juan Carlos Camilo, que tiene otro nombre por apellido, es un artesano plástico que hace figuras con reciclaje, diseña juegos de razonamiento y lógica, y se dedica a enseñar a bailar salsa y a hacer demostración del ritmo en las calles del centro de Bogotá. Me cuenta que está ahorrando para una mesa para poder vender sus creaciones, que con su hobby de juegos y ejercicios matemáticos le enseña a la gente a dominar la mente y que con el baile se descarga y libera dolores internos.


—Yo me gano la vida así porque sé mucho de metalúrgica, pero por problemas visuales no puedo trabajar en eso. Me cuido, hago mucho físico, bailar de cuatro a cinco horas diarias no es fácil.


Al preguntarle cómo aprendió a bailar me dice que nació con el sabor de Cali.


—Nosotros los caleños participamos en concursos internacionales y ganamos premios haciendo esto —Luego prosigue a hablar de su “fama”:


—Soy muy reconocido en las calles, conozco el mundo entero por medio del internet —dice mientras se ríe.


La gente se le acerca, lo saluda, graba, hace directos, comparte, transmite su arte y lo hace viajar. El Profe está convencido de que sus videos han llegado a España, Francia, y Japón. “¡Yo ayudo al turismo!”, dice convencido, aunque no tiene forma de saberlo. Habla como si no hubiera persona en el centro que no haya escuchado su nombre, que no sepa quién es, y que no disfrute de la salsa y de verlo o acompañarlo mientras la baila.


Pasado un tiempo, detrás de esta fachada de alegría y orgullo, el Profe de repente se pone serio:


—Este Profe que ves ahorita, hace 10 años, no estaba ni a 50 metros de distancia mío.

Se refiere a su experiencia con las drogas y a lo que ha perdido. Estando en segundo semestre de psicología, cuenta, su vida tomó un rumbo diferente:


—Digamos que eso hace parte del mundo oscuro mío —dice sin mirarme a los ojos. Suspira, hace un gesto de dolor y se reclina hacia atrás antes de empezar a hablar de su pasado y su familia.


—Yo perdí a mi hijo, me lo mataron.


Hace 10 años, después de aquella pérdida, el Profe se alejó de su familia, cortó comunicación, empezó a consumir drogas y se vinculó a ese mundo. Durante el tiempo que estuvo trabajando alrededor del vicio ganó mucha plata que, según él, nunca fue aprovechada.


—Como llegaba se iba —explica. Hasta que terminó en rehabilitación.


Allí recibió ayuda psicológica y dej[o de consumir. El Profe habla como si hubiera pasado ayer todo lo que me cuenta. Y es que todavía no es un capítulo del todo superado. 10 años después, no es capaz de acercarse a su familia porque esas experiencias siguen muy presentes en su vida.


Me dice que ha pensado varias veces en acercarse nuevamente, pero no se atreve a dar ese paso. El artista habla con tranquilidad, se apoya en un brazo mientras con el otro se termina el cigarrillo que compró antes. Su mirada no se encuentra casi con la mía y, en vez de profundizar en cómo fue aquella época para él, prefiere hablar de cómo lo cambió y quién es ahora. Sus vivencias le han permitido tener un acercamiento a aquellos que inician el consumo de drogas en las calles y brindarles una suerte de acompañamiento desde el entendimiento de su decisión.


—Son mis amigos —dice— son seres humanos, ¡yo estuve ahí! Hay que darles una oportunidad porque tienen el don de la vida, y uno puede cambiar la vida en un segundo para bien o para mal.


Al terminar su anécdota, el Profe sube el volumen de la música, se levanta y estira su mano en búsqueda de la mía. Pone una canción eterna de salsa, y 7 minutos de zapateo, vueltas y punta-talón después, nos despedimos. Antes de irme le pregunto si mañana estará ahí, para hacerle las fotos.


—Sí, ven más temprano si quieres. Y si no, confía en Dios que las cosas buenas se repiten.

Pero ustedes ya saben cómo va la historia, y saben que el Profe no estuvo al día siguiente.

Así pasaron los días, mientras lo buscaba para los fotos. Mientras caminaba hacia el Parque de los Periodistas iba con los dedos cruzados, esperando escuchar el parlante con salsa a todo volumen. Kevin, el vendedor de libros, me estaba esperando.


—El Profe no ha pasado por aquí—.


Después de creerme la historia del accidente, y del susto inicial , me convencí a mí misma que seguro no le gustaba trabajar entre semana y estaba guardando energías para el viernes, sábado y domingo. Entonces llegó el viernes y, segura de que lo iba a encontrar, bajé emocionada. Nada. La plaza estaba en silencio. El Profe no estaba.


Busqué a Kevin.


—Él estaba aquí hace 30 minutos, se fue porque vio que iba a empezar a llover —me dijo. Sonreí aliviada, por lo menos sabía que no estaba en el hospital.


—Házme un favor, intercambiemos contactos y si el Profe viene llámame que yo salgo corriendo.


Al día siguiente me llamó.


—Vente que ya llegó el Profe—, pero cuando llegué el hombre no estaba.


—Subió por el Eje, debe estar allá arriba —me dijo Kevin.


Caminé por el Eje Ambiental, bajé a la Calle 22, recorrí la Séptima, subí a la estación Aguas y regresé al Parque de los Periodistas. Nada, se había desaparecido de nuevo.


Decidí caminar por el Chorro, pero ya no lo buscaba, estaba con una amiga y queríamos probar la chicha. Le conté la historia del Profe y le dije que no creía que lo volvería a ver. “Igual abre el ojo y si escuchas salsa me avisas”, le advertí. Una cuadra después, ahí estaba Profe. Saqué la cámara, lo saludé y nos abrazamos.


—¿Sí viste? Yo te dije que las cosas buenas se repiten.


—Si supieras todo lo que te he buscado —le respondí riendo.



—¿Hacemos vaca para tomar cerveza? —preguntó el Profe. Mi amiga y yo dijimos que no, que queríamos probar chicha


—Tomemos chica entonces —respondió.


Mientras caminábamos, el artista iba haciendo rol de guía turístico. Nos señaló los mejores bares y discotecas hasta que llegamos a la plaza del Chorro. Estaba llena. Su compañero y él se dispusieron a conectar el parlante y unos minutos después llegó la policía. El Profe habló con ellos.



—Profe, ¿qué pasó?


—Él es mi fan. Me dijo que habíamos llegado muy tarde, que ellos a las 9 pm evacúan la zona y sabían que si yo prendía la música la gente se quedaba porque los ponía a bailar. Ellos nunca me molestan, son mis fans.


Compramos chicha y caminamos mientras la tomábamos.


—¿A qué hora cierra Transmilenio? —preguntó el Profe. Le respondimos que a las 11.


—Hasta las 11 bailamos entonces.


Y así fue. Terminamos frente a la estación Aguas armando fiesta en la calle. Ya acabada la última canción de la noche me acerqué al Profe, que hablaba con mi amiga. Le decía algo sobre cómo se le había perdido un cargador en la tarde y casi no sale a trabajar. No alcancé a escuchar todo.



—¿Escuchaste? Es que todo se dio para que nos pudiéramos ver hoy. Yo te dije que las cosas buenas se repiten.


No lo he vuelto a ver desde esa noche, pero ya se me hizo costumbre caminar con el oído atento a salsa brava. Espero encontrarlo con su boina y zapatos de cuero con suela desgastada.



 

Por: Salomé Rubio




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