Deiver Romero Páramo es Estudiante de Narrativas Digitales y Ciencia Política en la Universidad de los Andes. Aquí su columna "¡Cuba libre!". Para contestar la columna envíe su propuesta a periodicoeluniandino@gmail.com.
La democracia fue otra víctima en el marco de la pandemia del COVID-19. Esta manifestación se puede apreciar cada vez que el miedo invade a los ciudadanos, ya sea por circunstancias endógenas o exógenas de un territorio. Según un informe de la Unidad de Inteligencia de The Economist la democracia fue una de las más afectadas en 2020. Un 70% de los países registrados por el informe mostraron una disminución en su puntaje general, ya que la pandemia obligó en muchos casos a tomar medidas excesivas. Dentro de este panorama desolador hay una luz que emerge, una importante para América Latina y el mundo. Un acicate que nos lleva a pensar que sí hay esperanza y ganas de cambio en un país donde por décadas se pensó que no la habría. La gente de ese lugar busca ser respetada en su integridad, individualidad y en sus libertades más básicas: Cuba es la razón de ser de esta nota.
De la misma manera que muchos revolucionarios e intelectuales de todo tipo: artistas, ideólogos, comunistas, periodistas y, en general, una gran porción de latinoamericanos, el 1 de enero de 1959, se encontraron con la emoción en sus caudales más vívidos al sentir que por fin en un país del continente americano se llevaría a cabo una revolución. De esa misma manera, el 11 de julio de 2021, otra gente, con la misma sensación de metamorfosis, salió a las calles a pedir el cese de más de 60 años de violación a los Derechos Humanos, de represión y de hostilidad. Ese régimen que se tomó La Habana derrocando así otra tiranía, la de Fulgencio Batista, es el mismo que prometía combatir las injusticias sociales sin socavar la autodeterminación del pueblo; el mismo que prometía privilegiar a las mayorías en nombre de la idea del bien común; el mismo en la que se erigían varones fuertes como castro o como el Che, determinantes, capaces de decidir qué era lo bueno para el resto de los ciudadanos, los padres de toda una sociedad que merecía ser dirigida sólo por ellos: por hombres con barba, botas y fusiles. Sin embargo, esa promesa duró lo que una estela en el cielo lo haría, nada.
Las falsas narrativas construidas en torno a la imagen del Che y Fidel Castro hoy perduran. Son leyendas, mitos y mentiras. La isla que resaltaba en América por su bonanza en rubros de la economía como la industria zapatera, la ganadera y la de la caña de azúcar pasó a convertirse en una historia lejana con el mando de los Castro, pues bajo su potestad todo ese esplendor se vino abajo. A pesar de que antes del triunfo de la Revolución cubana nada era perfecto, ya que la política estaba envenenada con la dictadura de Batista quien se mostraba complaciente a lo que muchos cubanos de la época denominaban como “la hegemonía del imperialismo”, que era, sobre todo, la influencia de las empresas estadounidenses. Acerca de los logros de la revolución se dice mucho: que su educación y seguridad es de las mejores en América, al igual que su calidad de vida o que es el país más libre. No obstante, hay datos y testimonios que desmantelan tales premisas. Como en cualquier régimen totalitarista no se pueden encontrar números certeros de las víctimas asesinadas por orden del gobierno, pero sí que hay aproximaciones. Algunas ONG han intentado documentar las vidas perdidas durante todo este tiempo. En la organización Archivo Cuba, con sede en Miami, se informa que hubo más de 5313 ejecuciones extrajudiciales y fusilamientos. Lo anterior, omitiendo las torturas y el posterior suicidio de muchos de los que fueron sometidos a trabajos forzados, entre los que había: homosexuales, hippies, religiosos y todo aquel que fuese considerado contrarrevolucionario y no digno del “magno suceso”. Otro gran mito es la seguridad, puesto que informes de distinta índole afirman que Cuba disfruta de porcentajes muy bajos de criminalidad en relación con la mayoría de los países de la región. Aunque se puede decir que la declaración es cierta entre el pueblo, no podemos manifestar lo mismo del gobierno que, por el contrario, ha prohibido históricamente derechos fundamentales como la libre asociación, elección y expresión. Según la clasificación de libertad de prensa, de 2021, de Reporteros Sin Fronteras, la nación caribeña se encuentra en el puesto 171 de 180 países, por encima de otras naciones de la región como Venezuela, ubicada en el puesto 148, o Colombia, ranqueada en el vergonzoso número 134. Todo esto ha sido el resultado de unas políticas de represión, de coerción y del monopolio de criminalidad decretadas desde el ejercicio del poder. Es el establecimiento relacional de un lenguaje de dominio sin misericordia sobre los cuerpos.
La historia está llena de cadáveres gracias al fanatismo. Cadáveres en sociedades cultas y más cadáveres en otras no tan cultas. Cadáveres que tuvieron sueños, que fueron personas, que fueron personas en Cuba, en Auschwitz, en un Gulag o en las UMAP. Todas ellas fueron crucificadas en el altar de la intolerancia. Así, es aún más lamentable afirmar que la humanidad nunca estará inoculada contra el riesgo de los excesos de las ideologías, ya que pueden ejercer enorme atracción y, en consecuencia, desbocar la racionalidad del individuo. Los dictadores, el fanatismo y toda idea perversa pueden parecer fenómenos dentro de un determinado territorio, pero lo que son realmente es la confirmación de lo que es una sociedad: salen de allí, de manera anodina, sin la atención requerida, y luego se incrustan en donde se les da espacio. He ahí una de las formas de cómo se corrompe y se quiebra toda una comunidad. Por tanto, es prudente decir que la democracia no es un estado permanente en ningún lugar del mundo: todos la deben proteger de cualquier situación que quiera expropiar su soberanía. Asimismo, no se necesitarían héroes al rescate, porque como escribió Bertolt Brecht en alguna de sus obras: "¡Desdichado el país que necesita héroes!".
Por: Deiver Romero Páramo. Estudiante de Narrativas Digitales y Ciencia Política en la Universidad de los Andes.
*** Esta columna hace parte de la sección de Opinión y no representa necesariamente el sentir ni el pensar de El Uniandino.
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