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  • El Uniandino

Tu Rastro de Sangre en la Nieve

“Olvida, pero nunca perdones.”


Al momento de patologizar nuestra mirada individual, a menudo se enclaustra el pensamiento dentro de un psicologismo conductista, en donde el trauma y el corazón humano parecen encerrarse en una dinámica de acción – reacción. Se tiende a pensar la enfermedad mental como producto unidireccional de, por ejemplo, el maltrato familiar, o derivaciones meramente genéticas, se piensa la conducta humana de manera clasificable y categorizante. Esto se plantea como una manera de entender la comunidad cohesionada a través de un contrato ético, y lo otro: lo que irrumpe, el malestar, la enfermedad, como una abyección, algo fuera de nosotros. Sin embargo, y de ahí es donde viene nuestro miedo más profundo, esta abyección no es solo un elemento constitutivo de nuestro tejido social, sino que es a la vez, su pilar fundamental y su manifestación directa.


Tomemos por un momento la figura del caníbal, cuyo imaginario viene de la epistemología colonial, la cual tenía como rol principal justificar la diferencia entre el colono y el colonizado. Pero ¿qué pasa cuando ese otro (el caníbal) pasa a ser mi vecino, un miembro insertado dentro de la sociedad a la cual pertenezco? Esta nueva concepción del caníbal es la que problematizan clásicos del terror cinematográfico como: Halloween (1978), Texas Chainsaw Massacre (1974) y más directamente The Silence of the Lambs (1991), en donde el terror a lo abyecto es parte de la cotidianidad moderna, ha pasado a habitar nuestra propia casa, invadido los supuestos lugares seguros para la última propiedad privada: la realización de nuestras vidas. A partir de la instauración del capitalismo tardío, se empieza a desarrollar una interiorización de la violencia y del temor al otro; del mismo modo que la abyección, el malestar y la violencia extrema se transforman en fundamento de la criminalidad social y pasan a pertenecer a nuestro propio imaginario de la organización de nuestras comunidades.


NEUROSIS SOCIAL: LO REPRIMIDO SIEMPRE VUELVE


La irrupción de la violencia parece siempre exigir una explicación. Aún así, hay preguntas que escapan a nuestro entendimiento, tal vez porque son preguntas sobre la profundidad del corazón humano. Cada uno de nosotros apoya la violencia de algún modo, ya sea sustentando su monopolio por parte del estado, ya sea como resistencia a esta, por medio de violencia simbólica. Sin embargo, ¿qué hacemos con la violencia que parece desprovista de sentido, que carece de una estructura argumental que la justifique?


La novela A sangre fría de Truman Capote nos da un ejemplo de esa falta de entendimiento sobre la violencia subjetiva: “Y no es que le estuviera tomando el pelo. Yo no quería hacerle daño a aquel hombre. A mí me parecía un señor muy bueno. Muy cortés. Lo pensé así hasta el momento en que le corté el cuello”. Esta cita plantea preguntas sin respuesta explícita: ¿qué nos impulsa a tomar una vida en nuestras manos?, ¿cómo, después de interactuar con nuestra víctima, tras reflexionar sobre su humanidad, podemos acabar con una vida?, ¿qué hacemos frente a la brutalidad de la pulsión destructiva?


Algo nos alivia, y es la posibilidad de rastrear las causas de la violencia, de domar la realidad por medio del análisis, de incluirlo todo dentro del discurso clínico, o de la interpretación objetiva. Pero ¿cómo podemos enfrentarnos a lo completamente otro, a lo abyecto?, ¿cómo enfrentarse al caníbal, aquél que puede consumirme en su violencia?

Justamente el cine y todas las construcciones simbólicas en las que hemos sublimado la neurosis y la abyección quiebran los límites del discurso.


Consideremos los mitos de fundación nacional, en los cuales se define claramente un enemigo contra el cual debemos luchar, resistir, etc. Una contraposición a nuestra narración de esencia como sociedad: civilización frente a barbarie, la guerra parece ofrecer una justificación a la violencia, un fin último que consolidará nuestro propio entendimiento de nación, de comunidad imaginada.


Lo primero a la hora de pensar estas preguntas es el planteamiento de una contingencia. La modernidad trajo consigo una interiorización del enemigo, sus estructuras de cristal y su descubrimiento del subconsciente nos llevaron a considerar una inversión psicológica del lugar donde habitan los monstruos; se nos obliga a pensar sobre la interioridad. Sin embargo, esa mirada autorreflexiva tiene sus rasgos geopolíticos y culturales, de modo que el ver nunca es un acto inocente.


La película I Saw the Devil (2010) nos enfrenta justamente a la perspectiva de lo abyecto, del otro absoluto, del caníbal. Dirigida por Kim Jee-Won y escrita por Park Hoon-Jung, este filme deambula entre el terror y el neo-noir con una historia de venganza llevada hasta sus últimas consecuencias. Fue estrenada en el festival Sundance en el año 2011, a pesar de lo cual algunas de sus escenas fueron censuradas en Corea del Sur por “comprometer ciertos límites morales de los espectadores”. Parece ser esto una simpleza, pero es en realidad una postura sobre las pulsiones pasionales, sobre los límites morales del arte, sobre el arte como fenómeno pedagógico (pregunta que ha aquejado a varios filósofos y teóricos del siglo XX) y de ese modo, una pregunta sobre el arte como sublimación de la neurosis social.


La primera escena nos confronta con varios elementos; en primera instancia, con la construcción de la mirada, tomando mano de una caracterización clásica del noir: un mapeo espacial, un recorrido arquitectónico. Amenizados por una melancólica balada, somos conducidos por un territorio aparentemente rural cubierto por la nieve, no parece haber un rumbo o destino fijo para nuestra mirada, solo la nieve que lo cubre todo. El interior de un carro, cuyo espejo está adornado por unas irónicas alitas de ángel, impone su perspectiva. Esta es una película sobre interiores y sobre formas de ver el mundo, por lo qué a lo primero a lo que nos enfrentamos es a la perspectiva del psicópata, lo cual nos obliga a develar el misterio, esta escena nos abre una puerta al funcionamiento de la psique de Kyung-Chul. Lo importante de esta primera escena es la desterritorialización de la violencia subjetiva y la escenificación del miedo al otro, al espacio sin conquistar y, por lo tanto, nos obliga a enfrentar la mirada de lo abyecto en medio de este desierto monocromático, sin cartografiar. Lo que pone sobre la mesa la pregunta acerca del antagonismo entre urbanización y ruralidad: ¿cómo integramos los territorios premodernos, cuando nuestro marco teórico no tiene lugar para ellos? ¿es acaso una pregunta sobre el alcance mismo de la modernidad y el cosmopolitismo?


NUESTRO AMOR EN EL DESAGÜE: UNA MIRADA A LOS OBJETOS


Al ser una película sobre miradas, es también una película sobre el deseo, el deseo a los objetos y a sus significaciones. La mirada implica otro a quien veo, pero que también me ve, o tal vez otro que hago objeto de mi deseo. Ahondaremos en la relación amorosa entre sujetos y objetos, o sujetos objetificados, u objetos subjetivados, a través de la figura patológica del narcisismo.


En términos del psicoanálisis Freudiano: “El nacimiento representa el paso desde un narcicismo que se basta por completo a sí mismo a la percepción de un mundo exterior variable y al primer descubrimiento de objetos”, así en una “etapa primaria” el hombre se concibe como una extensión del mundo, porque el mundo es una extensión de él, todo emana de su deseo, y puesto que el mundo es él mismo, todo vuelve a sí. En un desarrollo posterior, el hombre convierte su “narcicismo originario en amor al objeto”, de modo que se deja atrás una concepción animista de la exterioridad. Este narcisismo es la dinámica entre la interioridad y la exterioridad.


Ahora, mi pregunta surge de la aparente obsesión patológica de los asesinos seriales por conservar trofeos y fetiches, del afán por la remembranza y la reducción. Así, vuelvo un poco sobre la reflexión psicoanalítica sobre la relación entre los sujetos y los objetos, sobre cómo se relaciona el individuo con el mundo, ya qué la pregunta sobre el fetichismo es una pregunta epistemológica sobre la aprehensión del mundo.


Por un lado, “la psicosis es un estado de narcisismo absoluto en que el individuo rompió toda conexión con la realidad exterior y convirtió a su propia persona en el substituto de ella”. ¿Es Kyung-Chul un psicótico? Dejando de lado la banalidad de la pregunta, quiero reflexionar sobre una cosmovisión. Entran a jugar acá varios elementos, primero, la postura de un código moral propio, en el cual, todas sus acciones no solo son justificadas para él, sino que también representan su agencia sobre el mundo para transformarlo: “Se cura la pulsión narcisista transformando el mundo”. Esta postura es la radicalización absoluta de los ideales de la modernidad en donde el hombre está en el mundo para moldearlo en pro del progreso industrial. El trabajo, no solo nos haría libres, sino que también implicaría una normalización -sanación- de nuestras pulsiones abyectas, la reinserción comunitaria. Por otro lado, este planteamiento ideológico trastoca y pervierte las relaciones sociales, puesto que los cuerpos femeninos, sus posesiones, se convierten en objetos de su adhesión fetichista, los sujetos objetificados, se vuelven para Kyung-Chul la afirmación de su propia existencia.


Pasemos ahora de la patologización del individuo abyecto a mirar la maquinaria que teje comunidad, nuestros símbolos normalizados. La película introduce un detalle sumamente bello: el anillo. Este representa la alianza ético-comunitaria de la consumación del amor como núcleo para la perpetuación de un sistema socioeconómico capitalista. La familia es estabilidad y producción, la principal sinécdoque social de la burguesía. Gracias a su simbolismo, el anillo en la película se convierte en un objeto de inflexión importante puesto que, por un lado, nuestro asesino lo deshecha, y por otro, es la prueba definitiva para la venganza; es gracias al anillo en el desagüe que el vengador descubre la innegable identidad del asesino. Esto nos habla sobre la relación de los individuos (como sociedad) con los objetos. Demostrando así que existe un fetichismo objetual normalizado socialmente, así que la pregunta aquí es ¿cómo patologizamos nuestra relación con el mundo, más allá de pensar que dicha relación es un mal?


La película nos enfrenta a una sutil destrucción de los códigos éticos institucionalizados y a la cordialidad interiorizada coreana: el amor romántico y joven, la maternidad, la consolidación de una familia que perpetúe una estirpe, la juventud inocente… todos elementos que edifican un tejido social frágil. Destrucción con la cual se construye el protagonismo de nuestro asesino, de nuestra abyección. Kyung-Chul se desarrolla por medio de la figura narrativa del viaje (de la huida), y a su paso busca siempre corromper los edificios cívicos, secuestrando una joven estudiante, atacando a una indefensa enfermera y, como ya hemos mencionado, despreciando el anillo de compromiso. Como espectadores nos encontramos bajo el imperio de la perspectiva del asesino.


El género cinematográfico del Slasher disfruta recordándonos de la vulnerabilidad y permeabilidad de todo espacio símbolo de la seguridad, el poder y la reafirmación de la propiedad privada. ¿Acaso estamos seguros en nuestros carros, o en nuestras casas?, la respuesta es el miedo a lo que se encuentra en la profundidad de la estructura de nuestra cotidianidad, los carros son espacios violables, los territorios privados no son seguros, y la nieve lo tapa todo.


Lo ominoso se respira en el aire en estas primeras escenas: el asesino es una figura difusa, mientras que sus víctimas son claramente personificadas con pequeños elementos fílmicos, los cuales extienden una mano hacia la empatía del espectador, mujeres buenas, puras, que visitan orfanatos en su tiempo libre, esto es lugar de pocas tomas, pues es el juego de la violencia lo que realmente nos interesa. La figura de Kyung-Chul entra a escena como la figura de poder, para poder poner sobre la mesa el conflicto de voluntades.


VOLUNTADES EN CONFLICTO


Ahora sí, hablemos de venganza. Puesto que la pregunta que se plantea en esta película es una que aqueja constantemente al cine surcoreano: la pregunta por la venganza y por el lugar que ella ocupa, dentro del tejido social y entre la estructura interna de nuestras pasiones.


Esta película plantea dos posturas antagónicas respecto a la violencia: una violencia justificada, puesto que busca reestablecer el orden de honor y paz, y una pulsional e ininteligible, que se regocija en sí misma. La primera digna de apoyo y la segunda de condena. Sin embargo, vistas a profundidad, ambas violencias manejan un código moral interno, es decir, la violencia llega a tener raíces en elementos que incluso no somos capaces de comprender; ya sea por pulsión, o por represalia, esta siempre responde a un pasado de la misma manera que a un impulso: “El género del terror ha sido comúnmente teorizado como una forma cultural que dramatiza dilemas sociales e históricos que no han sido resueltos, pero sí reprimidos”. I Saw the Devil permite una mirada libre de la moralización sobre la violencia, refrescante frente al típico “No te rebajes a su nivel, no te conviertas en uno de ellos”; al final, todos somos uno de ellos, uno de ellos es uno de nosotros.


Consideremos entonces el despliegue de acción heroica masculina más allá de un comentario sobre el género, sino también como una resolución simbólica. Corea (tanto Norte como Sur), ha sido reacia a un análisis colectivo sobre su propia historia, por lo que este trabajo ha quedado en manos de su lenguaje simbólico (no por ello carente de importancia): su cinematografía, literatura, etc. El discurso sobre la venganza se puede entender como una herencia del cine de acción de los 60s y 70s, en donde se representaba un ferviente nacionalismo anticolonial, encarnado en las luchas corporales de sus héroes militares anticoloniales. “Este sentimiento de pérdida es una dimensión importante en las dinámicas afectivas de las películas de acción coreanas, puesto que es el desplazamiento de este sentido de pérdida lo que estas películas fueron capaces de promulgar dentro de sus códigos de masculinidad, familia y nación” (The Manchurian Action Film).


Ahora, esta película plantea una interiorización no del todo comprensible: Hay algo subrepticio, que se ha incrustado dentro del corazón mismo de la sociedad. Así, esta película pone en crisis el ideal de una crisis: ¿qué ocurre si el hombre de la resistencia, el hombre ideal, no puede establecer un orden justo?


Pensemos, en este orden de ideas, la escena en la cual el equipo forense encuentra la cabeza cercenada de la amada en el río, un despliegue coreográfico y dramático de trabajo policial ocupa todo el cuadro, hasta que un jóven algo inexperto del equipo de criminalística encuentra el órgano. Es esta escena el momento de conversión ideológica: la cámara lenta vuelve hacia nuestro vengador en silencio y lo rodea, seguido por la escena del duelo. Es aquí en dónde nuestro coprotagonista cae en cuenta de que el sistema político, en quien había depositado su confianza ética, no es suficiente para establecer la justicia social necesaria, de modo que así se establece el inicio de su búsqueda por su venganza personal como un restablecimiento del orden cosmológico, algo que va más allá de las leyes de los hombres. Este nuevo código ético subjetivo se va desarrollando a través de un detalle bastante bello: el momento de diálogo entre el vengador y el padre de la amada, en dónde el primero le dice al segundo que “debería dejar de fumar”, un código inquebrantable, cuyo fin es la restauración del sentido de familia, el cual luego será destruido por nuestro asesino.

Es así como esta película, sobre interioridades modernas y premodernas, industriales y artesanales, transforma los espacios en emanaciones de los deseos internos de los personajes.


NO ES MUCHO, PERO ES TRABAJO HONESTO


En este capítulo echaré mano de una forma distinta de psicopatologización para entender las acciones de nuestros personajes: el concepto de la enajenación, el cual analiza la relación entre el individuo y su agencia en el mundo.


En una sociedad hiperindustrializada, postfordista, bastión del hipercapitalismo y la tecnologización extrema de la mecanización del trabajo, como lo es Corea del Sur, pareciera que la comunidad nacional entera trabajara en unísono hacia el escalafón último del capitalismo. Sin embargo, en medio de todo esto, como una piedra en el zapato, nos encontramos con personajes como Kyung-Chul.


Me centraré ahora en el análisis de otro objeto, el cual no escapa de una enorme carga histórico-simbólica: la hoz que utiliza nuestro asesino en su primer conflicto bélico con nuestro vengador. Parece una banalidad, pero es la condensación simbólica del conflicto irreconciliable entre dos formas de trabajo. Pensemos la hoz en contraposición del nanochip geolocalizador que utiliza el vengador para rastrear a Kyung-Chul. De este modo se enfrentan el trabajo artesano, agrícola y premoderno, con el trabajo insignia del capitalismo tardío postfordista: la tecnología de punta. ¿Podríamos interpretar el trabajo del asesino, el trabajo matérico y completamente desenajenado del asesino desmembrador, como una venganza contra la hiperindustrialización? Es más, el trabajo manual es de suma importancia para las películas de asesinos, hay algo fascinante en ellas, y es justamente ese preciosismo proletario, esa oda al proceso artesanal y a un sistema de valores propio sobre el mismo.


En I Saw The Devil se le dedican varias escenas y tomas cinematográficas al proceso del asesinato y el desmembramiento. ¿Es acaso la abyección social nuestro héroe?, tal vez no, puesto que queremos que se lleve a cabalidad la venganza, pero la película utiliza sus herramientas visuales para situar a Kyung-Chul en una posición de poder, como podemos ver en la escena en la que finalmente decide entregarse a la policía: él está enaltecido por la cámara, en un contrapicado que gira entorno a él, como el último vencedor.


Consideremos esta reflexión no como una defensa, sino como una mirada sobre cual es el fondo de la discusión sobre la violencia, en especial en el contexto surcoreano, en el cual se encuentran en tensión una cosmovisión hipermoderna y una cosmología arcaica (la misma venganza es una pasión humana casi instintiva).


Por último, esta película nos enfrenta a una bellísima igualación de trabajos y de valores éticos, el trabajo policial se convierte en una analogía del trabajo del asesino, ambos representan abyecciones de la sociedad, y ambos desarrollan el mismo valor del trabajo desde su propia moralidad. Lo que nos confronta a pensar, que tal vez no existe ese tal unísono de la sociedad hipermoderna, que tal vez, todavía la abyección social escapa a nuestro entendimiento, y a nuestro discurso categorizante.


 

Por: Catalina Morales Ramírez



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