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  • El Uniandino

The Big Lebowski: noir, comedia y alienación



Nos gusta pensar que somos libres: vivimos con la ilusión de que somos responsables de nuestras victorias y nuestras derrotas, y eso se traduce, en esta sociedad de mercado, a ser responsables de cuánto tenemos y cuánto perdemos. A pesar de que los cimientos teóricos del libre mercado nunca pensaron en el sistema de libre intercambio como uno meritocrático, nos empeñamos en admirar la riqueza como si fuera un sinónimo del esfuerzo o despreciar la pobreza como si fuera resultado de una voluntad ponzoñosa: no sabemos qué es el mérito o la justicia y nada sabe el mercado al respecto, que solo entiende de valores, de precios y no de esfuerzos, dice Hayek. Tal es la alienación que señala el cine noir, con personajes oscuros que entienden la imposibilidad de su ascenso en la sociedad desigual e injusta en la que se desarrollan, caminando en la sombra no solo de la imagen sino también como agentes sociales, pobres, amorales, marginados y ladrones. Son oscuros, por lo general, los encuadres del cine negro, así como sus personajes y sus tramas. Pero también hay algo muy cómico en esta contradicción, algo tremendamente absurdo y ridículo en este mundo que vivimos. The Big Lebowski (1998), de los hermanos Coen, logra configurar esa ridiculez dentro de los códigos del cine noir y llevar la crítica más allá, al capitalismo tardío en el que nada de lo que señaló el cine noir de los cuarentas ha cambiado y donde las relaciones del humano con la riqueza son cada vez más patéticas. Este momento de crisis, en el que las grandes desigualdades, las inmensas injusticias y los sistemáticos atropellos florecen con violencia es uno en el que vale la pena reírse del modelo en el que vivimos, arrebatarle su poder impenetrable al señalar su ridiculez y burlarnos de nosotros mismos, que creemos en el mercado y sentimos culpa cuando se nos hace esquivo. Eso es lo que nos permite The Big Lebowski, señalar la alienación estructural de nuestra sociedad y reírnos por montones.


¿Qué es el cine noir y por qué está en él The Big Lebowski?


Es, sobre todo, un cine de crisis: un cine en el que la necesidad quiebra las ilusiones morales desde las que se justifica el atropello y las reemplaza por una violencia más humana, menos anónima y tremendamente conflictiva en el interior pero estática en el exterior; pero, también es un cine quebrado en su imagen, donde todos los rostros tienen luz y sombra en simultáneo porque todos somos muchos, donde todo ocurre por fuera de la formalidad; el día es radicalmente opuesto a la noche y en la oscuridad los protagonistas observan con cautela la realidad en la que se escabullen. Los ricos hacen mandados a los pobres y ellos aceptan su destino; la trampa es la habilidad que consigue la victoria y el esfuerzo solo lleva a la acumulación de las desgracias. Por eso en el noir abundan los traquetos, los detectives, las prostitutas, los amores populares, los ladrones, los pequeños héroes hechos de derrotas diarias y los empresarios estrafalarios. El cine noir nace en los treintas, tras la crisis del 29, y se vuelve fundamental en los cuarentas, mientras que The Big Lebowski hace parte de una marcada generación estética de los noventas, pero lo que vemos con el filme de los Coen es que esa realidad macabra de los cuarentas no ha hecho sino incrementarse hasta alcanzar un lugar donde la desfachatez alcanza la ridiculez y todo se vuelve gracioso y amigable: solo un hippie como nuestro protagonista podría enfrentarse a la alienación de nuestra sociedad, porque hay que estar desinteresado de la realidad, y quizá drogado, para enfrentar y soportar de frente el rostro desnudo de las cosas.


¿Qué es eso que persiste tanto de la realidad en la que nació el noir?


La crisis de la que nace el cine noir es la crisis del sueño americano. La idea de un país fundado en la libertad (de mercado) en el que es necesario trabajar duro para llegar a prosperar y ser perezoso para alcanzar la pobreza, que se estimula durante la bonanza estadounidense de los veintes y se viene al piso en los treintas con la crisis del veintinueve. Ahí nace el noir: en el momento en que muchos se dieron cuenta de la fragilidad de su prosperidad, donde los viejos acumuladores se mantuvieron erguidos y los trabajadores sólo conservaron su sudor y el desprecio de la burguesía. Uno pensaría que desde entonces las cosas han cambiado, que hemos aprendido a valorar el trabajo por encima de la clase y que más se consigue estudiando que siendo “avión”. Pero basta con mirar las cajas de Edgeworth, desde la que están microfundamentada la macroeconomía, para darse cuenta de que lo único que determina nuestro lugar en el escalafón de ganadores y perdedores en el mercado son las dotaciones iniciales, la lotería desequilibrada que es nacer en una clase; y podemos saber también, matemáticamente, que las rentas del capital crecen más rápido que la riqueza derivada del trabajo. Y, lejos de haber cambiado a una sociedad más meritocrática, el capitalismo tardío en el que estamos es uno de valores volátiles, donde la nominalidad en la que fluctúan las bolsas de valores dan más riqueza que la realidad de la producción y el pensamiento. Desde entonces el mecanismo solo se ha convertido en una masa enorme y anónima que nos vuelve cada vez más desiguales. Pero, aunque sabemos que es así, aunque podemos comprobarlo y hacer pruebas de hipótesis al respecto, nos gusta pensar que tenemos el destino en nuestras manos, que podemos evadir el fracaso con esfuerzo y que si nuestra vida es una seguidilla de derrotas nada tiene la culpa salvo nuestra incompetencia. No es así, pero nos gusta imaginarlo y actuamos como si lo fuera.


Con todo eso, y algo más, es que nos hace reír The Big Lebowski: Dude, un hippie perezoso de L.A. es confundido con un importante magnate parapléjico y orgulloso cuya esposa secuestrada le debe dinero a todo el mundo; el dinero es cobrado a Dude, que no entiende de qué lo están culpando, e intentando esclarecer la situación termina siendo contratado por el gran magnate para que investigue el secuestro de su esposa. El magnate y el hippie, el trabajador y el perezoso, el hombre racional y el drogadicto, el rico y el pobre. Pareciera que la película estuviera llena de grandes contrastes que muestran una causalidad de los hechos, pero a medida que la película avanza nos damos cuenta de que tales dicotomías están llenas de vacío: la riqueza del empresario es un préstamo de una feminista, pero aun así su asistente lo admira y le obedece, porque quiere ser como él, porque quiere pensar que si trabaja duro será cómo él (irónicamente parapléjico y sin más falo que su mansión prestada); la constante tensión entre una clase media productiva y una clase alta improductiva que hace presencia en el cine noir clásico, aquí se vuelve un desestabilizador de las dicotomías, donde en medio de la ciudad de la especulación de los bienes raíces (el espacio) se construye un vacío espiritual donde nada tiene sentido. Pero también el poder masculino que se ve reducido a la voluntad femenina en la esposa del gran Lebowski y en la verdadera propietaria de toda su riqueza; y en medio de todo, el hombre nihilista, el hombre del mañana, cuyo único fin, en este mundo arbitrario en el que todos fingen saber lo que hacen, es tener una alfombra que combine con su sala. The Big Lebowski es, también, una reflexión sobre el falogocentrismo en el que está suspendido el sueño americano, pero sobre todo una película que muestra el vacío de ese afuera que mostramos de lo que damos por sentado en la sociedad: los valores del patriotismo, la meritocracia de nuestro sistema, la honradez del trabajo y el respeto por los ritos.


En ese sentido, The Big Lebowski tiene mucho que ver con la comedia Griega, donde el poder se vuelve una cara hinchada y los cuerpos cobran un valor predominante: mientras la tragedia es una narración de los héroes de la aristocracia, donde los personajes no sienten deseo de cuerpos ni de comida, donde no orinan ni defecan y conversan con los dioses, en la comedia la voz es de los habitantes de los pueblos, de los esposos que discuten con sus esposas por el estiércol y mujeres que exigen tener sexo en paz y controlar desde el deseo la sociedad. Al comienzo de la película vemos al protagonista (“no diré un héroe porque, ¿qué es un héroe?”) con la cabeza hundida en un inodoro y con su alfombra orinada por unos matones; no hay espacio para el amor y las relaciones sexuales se enuncian con libertad y, quizá influenciado por Aristófanes, las mujeres controlan la pornografía y el semen de los hombres en sus cuerpos así como sus riquezas y sus destinos; los empresarios son hombres parapléjicos que no trabajan, lloran y son humillados por sus invitados, confundidos con los drogadictos de los barrios pobres y escondiéndose de prestamistas informales. De esta forma El Gran Lebowski retoma la idea de una comedia que está para desarmar poderes y desdibujar los arbitrarios ídolos que construimos para sentirnos más seguros.


Este tipo de personajes que entienden su destino y saben lo poco o nada que tiene la vida de meritocrática o justa (¿qué es, acaso la justicia ante la mirada de lo infinito, de la ausencia de las divisiones de las cosas que son el Todo?) han poblado con copiosidad la literatura latinoamericana en parte porque la literatura latinoamericana es una donde se desdibujan las fronteras entre el allá y el acá, y en ese quiebre que a veces queremos ignorar, es que se pueden ver la grietas de la modernidad a medias que germina sin completarse en nuestro territorio: Maqroll el gaviero es un ejemplo menor. Sin embargo, ahora más que en otras ocasiones es pertinente pensar en esa alienación republicana que siempre ha marcado el tejido social colombiano. Este momento, en el que se nos recuerda la fragilidad de nuestros cuerpos y la mezquindad asesina en la que hemos depositado el poder de nuestra sociedad (disfrazado de destino), es un gran momento para ver una película que se ría de los poderes vacíos y fortuitos que hemos ido validando con el tiempo, que desbarate nuestras esperanzas inexplicables y nos permita reír sin que eso nuble nuestro pensamiento, iluminando allí donde no queremos ver porque tenemos miedo de perder el rumbo, la alfombra que hace perfecto juego con nuestra sala.


 

Por: Nicolás Munévar



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