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  • El Uniandino

Música y sonido: reflexiones, universos y subjetividades



¿Qué es el arte?


Esa es una de las preguntas más temidas en el mundo, incluso por los propios artistas. Es de la misma naturaleza de las preguntas “¿qué es la felicidad?” o “¿qué es la libertad?”. Lo más probable es que la respuesta sea estandarizada y podría estar llena de matices. Pero creo, personalmente, que nunca se podrá llegar a dar una única definición a esta pregunta.


Las respuestas estándar para la pregunta sobre el arte podrían ser: “arte es todo aquello que transmite un mensaje o un sentimiento”. Tal vez incluso: “arte es aquello que te hace sentir algo, ya sea positivo o negativo”; o “arte es aquello que embellece nuestra experiencia individual y colectiva en el mundo social del cual formamos parte y el cual vemos a través de los ojos de manera mundana”. Pero, en definitiva, cualquiera diría que el arte y todas sus expresiones –pintura, danza, teatro, literatura, escultura, cine y, lo que nos compete hoy, música– es aquello que tiene significado. La música, así, es el arte sonoro cuyo significado se haya en la obra misma y en el propio lenguaje musical. ¿Estamos todos de acuerdo?


Pues el famoso filósofo Emmanuel Kant no estaría de acuerdo con nosotros. En su libro Crítica del Juicio, Kant afirmó que hay dos cosas en el mundo que no tienen porqué tener significado: la música y la risa. Si analizamos esto a fondo, estamos ante dos hechos sonoros que nos acompañan en el día a día y que constantemente damos por sentado. La música es el fenómeno sonoro más común y en el primero que pensamos cuando hablamos de sonido. Pero hay algo que está siempre ahí: en la risa, en el tráfico, en los ladridos de los perros y el llanto de los niños. No es sino hasta que estamos ante el silencio que nos damos cuenta de que hay algo allá atrás que hace nuestra vida más bonita. Es el sonido. El sonido da significado a nuestras vidas.


Podemos complejizar nuestra primera pregunta un poco más y ya no preguntar qué es el arte, sino también plantearnos qué es la música. ¿Cuáles son los componentes de la música? ¿Es la música algo más que solo sonido? ¿Cuándo algo deja de ser sonido y pasa a convertirse en una obra de arte? ¿Hay una diferencia entre la música y el sonido?


Empecemos en desorden a responder estas preguntas y comencemos con la última. Siguiendo la línea argumentativa de que música y arte es todo aquello que trae consigo una emoción, la primera sería aquel sonido con la capacidad de emocionarnos. La música, el arte, son experiencias estéticas y sensoriales que buscan hacernos sentir bien, que buscan generarnos algún tipo de placer o experiencia sensible satisfactoria. Esta experiencia, sin embargo, no siempre es tan clara. Cualquier persona que escuche un concierto de Metallica sin ninguna afinidad por este tipo de música sin duda dirá que no es para nada estético, sensorial, o agradable. Pero la emoción está allí. Metallica puede que no nos emocione hasta las lágrimas, pero sin duda nos hará sentir algo.


Sentir emoción por la música se ha vuelto algo complejo en el último tiempo, ya que estamos constantemente recibiendo un sobre estímulo auditivo. Desde las redes sociales, a las propagandas, sonidos de los celulares y todo lo que hay en medio. Vivimos en un mundo sonoro sobre saturado y hacer una distinción entre lo que, en principio, es música y, por tanto, es emotivo, de lo que es sonido se ha vuelto cuanto menos complejo. Por ejemplo, TikTok, a pesar de no ser en principio una red social destinada para compartir música ni usada por músicos o gente que desea tener una conexión cercana con ella, ha revolucionado la manera en que entendemos y nos relacionamos con ella. Así, ¿cómo podemos decir que TikTok no es una red de música? ¿Cómo podemos decir que patrones sonoros, por ejemplo, los ringtones no son música? ¿Cómo podemos hacer una distinción entre lo que es música y lo que no?


Se puede decir que la música se hace siguiendo un sentido estético, que sea agradable a los sentidos; por eso existen las progresiones de acordes, las escalas pentatónicas –muy utilizadas en el jazz o el blues– o las resoluciones. Por tal motivo, a veces, sabemos cómo va a terminar una canción antes de haber escuchado el final, porque hemos acostumbrado el oído a sonidos occidentales que nos son familiares y nos suenan “naturales”. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la manera occidental de hacer música –por tonos y semitonos, por acordes, triadas y siguiendo el modelo diatónico– no es el único método. Ha sido una invención que ha sido desarrollada y moldeada desde los primitivos modos griegos –dórico, locrio, frigio, hipofrigio, lidio, hipolidio y mixolidio– y que alcanzó su apogeo en época barroca, con la composición de piezas complejas, como la tocatta y la fuga, que permitían un estudio de las tonalidades y del desarrollo armónico. Es entonces cuando aparecen los círculos tonales y cuando los instrumentos de la orquesta comienzan a afinarse en la misma nota común a todos.


Pero esto no siempre ha ocurrido así. En primer lugar, por una razón temporal, en la que hay que tener en cuenta que la música tal y como la conocemos solo lleva dos o tres siglos de desarrollo. En segundo lugar, por una razón geográfica, ya que no todas las culturas del mundo conciben la música, como ya se dijo, siguiendo un modelo diatónico que funciona casi como un lenguaje, con reglas, ortografía, gramática y sintaxis. Pensemos, por ejemplo, en músicas orientales, como el Gagaku o “música elegante”, un ritmo tradicional de Japón que lleva trece siglos de desarrollo y que para nosotros suena como algo totalmente alejado de la música. No obstante, el hecho de que no suene como la música occidental –en ritmo, melodía y armonía– no quiere decir que no se sustente en un tipo de teoría musical. De hecho, el Gagaku utiliza una escala pentatónica similar a la utilizada en occidente, pero combinándola con sonidos distintos y también con una concepción distinta de lo que es la música.




En épocas recientes, más concretamente desde el movimiento artístico del expresionismo alemán de inicios del siglo XX, compositores y artistas occidentales se han acercado más a estos sonidos y estas músicas para dar cabida a un proceso creativo musical. Más que la búsqueda de la belleza o de una estética elevada, varios músicos de este periodo comenzaron a hacerse preguntas como la que nos reúne aquí hoy –la pregunta sobre el sonido y la música y, más concretamente, sobre el papel de esta en la sociedad–. Así, los expresionistas alemanes consideraban que la música, más que ser un lenguaje que transmitía mensajes, era un instrumento lleno de símbolos que permitía la mediación entre individuos. Los compositores perseguían obras sin significación, ya que, para ellos, la música tenía significado en sí misma y lo que le daba valor era el proceso creativo. La música y el lenguaje musical experimentaron en esta época un salto abismal. Veníamos de un momento en el que la música todo lo que hacía era expresar sentimientos, buenos y malos, así como retratar la belleza y acompañar paisajes y experiencias visibles. Veníamos, en definitiva, de la época romántica, llena de los coloridos valses de Chopin, las complejas sinfonías de Liszt, y las grandes obras de nacionalistas rusos. Pero ahora, con el expresionismo, entramos al mundo de la música atonal y experimental, donde la música sigue su propio ritmo sin intermediación del compositor. Nacen entonces movimientos como el dodecafonismo de Arnold Schönberg, una técnica de composición en donde, en vez de usar una escala diatónica con sus debidas alteraciones, se usa la escala cromática con sus siete notas naturales –do, re, mi, fa, sol, la, si– y las cinco notas alteradas –los sostenidos y/o bemoles de las notas anteriores–. El dodecafonismo da así una sonoridad extraña a la que el oído no está acostumbrado.



Esta experimentación occidental del sonido y la música siguió su curso con figuras como la del francés Édgar Varèse, quien inició lo que él llama música acusmática sobre los años 40 del siglo XX. Se trata de composiciones en las que el sonido se separa de su fuente –el sonido no viene de la orquesta, ni en vivo ni pregrabada–. La separación de la fuente sonora convierte al sonido en un elemento que está más allá del sentido visual y solo se presenta como una experiencia hecha para ser escuchada mediante altavoces. Lo que pretendía Varèse era que el oyente no se distrajera con otras experiencias sensoriales, sino que pudiese centrarse en lo esencial de lo sonoro; y, de esta forma, el oyente pudiera organizar una serie dada de sonidos. El famoso filósofo Pitágoras había propuesto algo similar en su tiempo, al ocultarse detrás de una cortina para dar sus clases y así sus alumnos se pudiesen concentrar en la verdad en vez de en los sentidos. En la actualidad, la música acusmática pierde un poco de sentido al vivir en un mundo casi completamente digital, pero las composiciones acusmáticas de los años 50 no suenan como nada a lo que estemos habituados actualmente.


La música experimental alcanzó su apogeo al otro lado del océano Atlántico, con el trabajo del compositor contemporáneo más reconocido: John Cage. Cage dijo en una entrevista realizada en 1991 –solo tres años antes de su muerte– que no necesitaba que el sonido “le hablara”. El sonido no tiene la necesidad de ser más que solo eso, sonido, porque este en sí mismo es muy elocuente y no necesita transmitir nada más. No necesita comunicar una emoción o un mensaje para ser real, bello e importante. Según Cage, el sonido más elocuente de todos es, justamente, el silencio, como lo probó en su obra 4’33’’.



Música muchísimo más reciente ha nacido, tal vez, bajo este pensamiento expresionista de que la música puede ir creándose sola sin la ayuda de un compositor. Con ayuda de la más nueva tecnología, la música puede ser compuesta sin humanos, solo con inteligencia artificial. Es el caso de AIVA –Artificial Intelligence Virtual Artist–, ya reconocida como un –¿o una?– compositor de música. AIVA es una inteligencia artificial que ha compuesto ya dos álbumes de música clásica o sinfónica sin ninguna intervención humana. AIVA utiliza una base de datos con obras de los más grandes compositores –Bach, Beethoven, Mozart– y logra encontrar patrones en la música para hacer sus propias composiciones. El primer álbum, de 2016, recibe el nombre de Genesis. El segundo, de 2018, se llamó Among the Stars. La recepción de estos dos álbumes ha sido muy buena, ya que orquestas –de humanos– de todo el mundo se han animado a hacer sus propias versiones de la música compuesta por AIVA y grabarlas en el formato tradicional de orquesta.



Tras este pequeño recorrido, solo me queda volver a las primeras preguntas de este escrito. ¿Qué es la música? ¿Cuáles son los componentes de la música? ¿Cualquier sonido es música? Como verán, no se puede dar respuesta contundente a estas preguntas porque depende de a quién se las hagan. Tal vez la única diferencia entre música y sonido es la validación social que se le da a cada uno. Tomemos como ejemplo el bullerengue, música tradicional de la costa caribe colombiana que se caracteriza por su absoluto minimalismo y sencillez. El formato del bullerengue está compuesto por solo dos tambores, uno hembra y un llamador, voces y palmas. Es el minimalismo puro. Mas, al tratarse de un ritmo de negros y esclavos no tiene la validación que merece y, para algunos, podría llegar a no ser una expresión validada en las academias de música. Tiene que ser un compositor occidental, blanco y de clase alta, digamos, Phillip Glass, el que haga este tipo de experiencias sonoras para que sean consideradas obras de arte. Pero todos, negros, blancos o mestizos, están haciendo sonido, y, como diría Cage, el sonido no tiene que ser nada más de lo que ya es.


Una segunda posible respuesta a la pregunta es que la música es música y es arte en la medida en que pueda ser compartido con el otro. Un sonido es solo sonido si se está en solitario, pero un sonido puede ser música si la colectividad le da una validación. El arte nace en experiencia y conversación con el otro; se necesita de ese otro para crear y sentir. Lo que experimenta el otro es primordial a la hora de pensar en el arte, porque el sentir colectivo es lo que importa. Se necesita de los afectos del otro para crear música. Pero entonces, ¿AIVA no hace música porque no es humano y no puede pensar en los afectos de otro? ¿Todo arte debe ser humano? Tal vez lo único que necesiten ambos, música y sonido, es que tengan sentido, o tal vez pueden no tenerlo, rescatando a Kant. Pero sin duda el sonido, en todas sus presentaciones, hace más agradable la existencia humana.


 

Por: Gabriela Valencia Reyes




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