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  • El Uniandino

Humanizando lo inhumanizable: Elephant



Alguna vez Ortega y Gasset pronunció lo siguiente mientras daba una conferencia en Buenos Aires: “La juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez inepta. Hoy goza del ocio floreciente que le han creado generaciones sin juventud”. A pesar de que han pasado casi cien años desde que se hizo tal afirmación, muchos tendrían la desfachatez de decir que hoy sigue siendo válida. El culpar a todas las diversiones a las que tenemos acceso hoy en día en lugar de a las malas prácticas de crianza de aquellas generaciones anteriores es una excusa tan vieja como la historia y que, a fin de cuentas, solo un escudo con el que protegen la dignidad propia.


Aquello que dijo José Ortega y Gasset se podría señalar al ver Elephant (2003) de Gus Van Sant: jóvenes al parecer echados a perder por estar sumidos de lleno en “cosas sin importancia” y fallando en conectarse con el mundo real. No obstante, lo que nos muestra la película no es más que puntos de vista muy sinceros de los personajes. Adolescentes con actitudes muy contrastantes, pero todas con un dejo de inseguridad. Al fin y al cabo, todos hemos estado ahí. Es este periodo en el que más sentimos que la vida es, en suma, un afán de ser y más nos atormenta el futuro y la indecisión. De la misma manera, los personajes son construcciones que se enfrentan a muchos conflictos de los que nos surgen a nosotros mismos, más allá de los puramente estereotípicos. Es claro que algunos no tienen ni una dirección por la que divagar en la vida, igual que sentimos muchos en nuestros momentos más vulnerables.


Es un largometraje muy íntimo, ora lleno de silencios, ora acompasado por la retornante Sonata para Piano N°14 en Do sostenido menor. Los personajes se desnudan -literal y figurativamente- frente a nosotros, como siguiendo el ritmo del vals que va construyendo el montaje sonoro de la película. Uno de los grandes aciertos del filme es, en mi opinión, la construcción de los personajes. No son nombres que comen tiempo del guion, sino que son seres genuinamente humanos. Consideremos, por ejemplo, los conductores de la masacre. No se les deshumaniza ni se les tacha de psicópatas. Zimbardo, profesor director del experimento de la cárcel de Stanford (SPE), llegó tras finalizado a la conclusión de que hay situaciones que tuercen hacia la “maldad” a cualquier persona. En ambientes específicos, los rasgos de la personalidad se difuminan casi completamente, para dejar paso a un carácter formado puramente por las circunstancias. Al igual que como pasó en el SPE por la autoridad otorgada a los participantes, a los ojos de Alex y Eric cada miembro del cuerpo estudiantil pierde su individualización y pasan a formar parte la masa de peones que tienen menos poder que ellos cuando los rifles descansan en sus manos.


Es esto lo más chocante de la película. Van Sant humaniza de tal manera a todos los personajes, que no esperamos una atrocidad de ese calibre del niño tímido que toca bellezas en el piano y de su amigo que claro, dispara, pero a un avatar en la pantalla, de manera tan ordinaria que casi parece aburrido. Puede que esto sea a lo que se refieren los jueces estadounidenses al justificar a los actores de los tiroteos por ser aún unos niños. Está claro que masacres como aquellas no pueden ser capitaneadas por “niños”, y que hay un perfil para el tipo de persona que lleva a término estas bestialidades. Ahora, la pregunta que no deja de surgir es, ¿qué detona estos acontecimientos? El modelamiento de una persona así necesita de mucho más que la irónica libertad de poder comprar un arma por internet, como sucede en la misma secuencia del piano y del videojuego. Cabe notar la importancia para el filme de esta última, que muestra la cara humana de los actores que minutos más tarde parecerán haber arrancado su corazón. Ya sea porque Zimbardo tiene razón y estos hombres se someten a un ambiente determinado que los retuerce hasta convertirlos en tiradores, o porque Ortega y Gasset está en lo correcto al decir que nuestra generación es más inepta con cada día que pasa, o incluso que la sátira de Michael Moore está en lo correcto al afirmar que tal vez cualquier evento aleatorio previo al incidente, como una ida a bolos, es lo que puede desencadenar un tiroteo, hay otra incómoda verdad. El vertiginoso ritmo al que estos fenómenos se repiten no son más que la afirmación –a gritos- del miedo que los estadounidenses se tienen a sí mismos. El afán por la libertad absoluta, contrastado con los problemas de supremacía tan arraigados en algunas mentes gringas, no consiguen más que explosiones y balas como las del largo.


Parece inverosímil que estas mentes no pertenezcan más que a adolescentes con vidas casi groseramente ordinarias. Tanto así, que el reconocimiento que Gus Van Sant merece se debe a la maestría con la que orquesta una historia tan sencilla, pero a la vez tan embelesadora. El grueso del filme transcurre tranquilamente, incluso me atrevería a decir que peligrosamente lento. No obstante, nos cautiva, hasta el estallido final. Es interesante que no muestre mucho más que el lado de los victimarios y de cómo son incapaces de imaginar su destino, en lugar de calumniar a los victimarios. Así, está constantemente despistando al espectador, de manera que al final está completamente desubicado. Sólo un artista es capaz de transmitir algo tan complejo de manera tan simple.


Elephant teje delicadamente una historia al entrelazar las visiones de estudiantes de todos los puntos del croquis social de la secundaria Watt. La historia es una invención no tan ficticia, inspirada en los sucesos ocurridos el 20 de abril de 1999 en el Instituto Columbine, donde la detonación de una bomba de fuego y 99 explosivos por dos estudiantes de último grado terminó con la vida de doce de sus compañeros, un profesor y, finalmente, la de sí mismos.


 

Por: Andrea Gómez

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