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  • El Uniandino

Futuro Espectral, el Revés de la Nostalgia


Llenando los vacíos de una historia rota, y fracasando en el intento.


La ficción policial, según el formalista Todorov, en palabras cortas, se divide en dos partes: una es la narrativa de la historia del crimen, y otra que se desarrolla paralelamente: la historia de la investigación. La parte importante y que perdura de esta estructura narrativa es su principio teleológico, es decir, la búsqueda inherente de la justicia, la verdad y el castigo como formas ideales de la resolución, tanto narrativa como simbólica e ideológicamente. Esta noción teleológica permite una forma de organizar el universo: de la entropía, al orden, a lo narrativizable. A lo que me refiero es que el policial, noir, neonoir, como quieran llamarlo contemporáneamente, ha dejado atrás esta cuadrícula de investigación y revelación, del mismo modo que el mundo ha cambiado, y la verdad, como pilar último de la vida, se ha venido envolviendo en una bruma de complejidades epistemológicas y amorosas.


Lo más interesante de la ficción policial es que, más que una hija, es una testigo de su tiempo. Dadas sus características formales, como, por ejemplo: el detective como eje narrativo, la ciudad como el escenario para el surgimiento de lo oculto de las bases estructurales de su funcionamiento; la ficción policial es una radiografía del paradigma sociohistórico en el que se inserta, permite un mapeo, un viaje a los rincones y a las instituciones, a las calles y callejones, a las mansiones y las pensiones, puesto que el detective es una función movible y transmutable, y el crimen nos cubre como un manto nebuloso que se extiende a todos los lugares.


En este contexto estilístico se inscribe Memories of Murder de Bong Joon-Ho –estrenada en el 2003 en Corea del Sur–, película que toma las crónicas del primer asesino serial de Corea del Sur, cuyos crímenes tuvieron lugar entre los años 1986 y 1991 en Hwaseong, y cuya identidad se desconoce. Siguiendo, en un principio, los preceptos clásicos del género del noir, esta película se encarga de llevar al límite las funciones formales del mismo, mientras, de igual manera, las subvierte para adecuarlas a una reflexión sobre su propio espacio y tiempo.


Así empieza este viaje investigativo en busca de un objetivo que se va diluyendo a medida que la película se va desarrollando. La verdad parece hallarse cada vez más lejos, del mismo modo que el sentido vital de los personajes y de los espectadores mismos, frente a un lugar en donde la frontera entre ficción y vitalidad parece desvanecerse para aprehender el tiempo que pasa.


La película plantea un dilema respecto a los hechos históricos, los hechos reales: visibiliza un factor crucial, no solo para el desarrollo del policial como género, sino también para la epistemología de la memoria histórica y la ontología de la narración como acto dador de significado. Los investigadores nos muestran, de un modo casi pantomímico, que las pistas no son hechos, sino construcciones narrativas, representan, no una verdad, sino una significación ambigua que responde, y no de manera inocente, a discursos materiales, políticos e ideológicos, lo que evidencia que son moldeables, plásticos, y teatrales.


Existe una cuestión análoga entre la investigación policial y la investigación histórica; desde el surgimiento del género narrativo a mediados del siglo XIX –mediante la figura del flâneur y, por supuesto, la transformación paradigmática hacia la modernidad de las principales potencias industriales– no solo surge una pregunta simbólica respecto a las nuevas relaciones sociales, culturales y económicas, también surge una mirada metódica, científica, categorizante, la mirada del etnólogo, del antropólogo. Así, de manera paradójica pero armoniosamente coyuntural en su diferencia, surge el reino de la mirada. Pero esto es solo el principio, Memories of Murder lleva el reino de la mirada a otro lugar, al lugar de la incertidumbre absoluta, a la mirada devuelta y a la desesperanza que esto conlleva.


Para entender la reversión de los signos del género criminalístico que lleva a cabo Memories of Murder, es importante entender que el contexto temporal en el que se sitúa la película es un momento, no solo de grandes cambios infraestructurales al interior de Corea, sino también de una dislocación de la concepción del tiempo y el mundo. Hay varios conceptos clave en los que ahondaré más adelante, pero que es elemental enunciar para observar la película como una propuesta epistemológica. La película abarca los años de 1986 al 2003, periodo histórico que significó el surgimiento de Corea como una economía mundial globalizada y que coincide también con el fin de la dictadura militar de Chön Tu-hwan –lo cual indica una coyuntura de transición, así como de conflicto–. Estos crímenes en la periferia rural de Corea resaltan, además de como despertar de estos espacios rurales hacia una globalización violenta, como metáfora de la instauración de la modernidad capitalista a lo largo del país.


La película comienza con un escenario rural, un tractor agrícola precario es el que lleva a nuestro principal detective a la escena del crimen, el cadáver de una mujer rodeado por dorados campos de trigo y niños campesinos jugando con los elementos del asesinato. En esta primera escena, se nos demuestra esa maestría característica del cine coreano de jugar con los elementos visuales de la tragedia y la comedia y amalgamarlos dentro de la cotidianidad horizontal: la mirada del detective, junto con la mirada juguetona del niño, la precariedad cómica de la investigación con la inminencia apabullante de los asesinatos, el continuo seguir del trabajo campesino que obstruye la metódica mirada científica, etc… Pero esto no es un gesto meramente estético, es la escenificación, la manifestación de una historia social quebrada.


El desarrollo de la transformación del policial como género narrativo es una bellísima reflexión sobre la transformación de los espacios y las habitabilidades en la historia de la humanidad. Esta película nos habla sobre cómo la modernización no es un proceso aséptico, homogéneo y globalizante, sino más bien una constante puja de yuxtaposiciones. Es así, que el surgimiento de un asesino serial en las zonas rurales de Corea funciona como un signo de la fallida sincronización de los sectores rurales, en todos sus elementos –no solo económicos-industriales– dentro de la vida moderna que dominaba en los centros urbanos tecnologizados. Es esto el verdadero terror, el desconocimiento absoluto, no solo del funcionamiento habitacional de las periferias de una misma nación, sino la abyección que subyace oculta dentro de la cotidianidad, el asesino.


El cine es un lenguaje del tiempo. Siempre pensamos en el tiempo, como esa frase de Tumblr que dice que el tiempo lo cura todo y luego pregunta: ¿y si el tiempo es la enfermedad? Esta pregunta me recuerda lo que Aldous Huxley decía respecto a la modernidad: la única experiencia que verdaderamente traía consigo la modernidad era la velocidad. Estoy pensando en una vez en que tomé el Eurostar desde Londres hasta Bruselas, un viaje de tal vez unos 20 minutos, si mal no recuerdo. Tomé un tinto en la cafetería del tren y miré por la ventana, un paisaje completamente negro en donde de vez en cuando se vislumbraban ciertos rayos de luz efímeros, vectores en dirección contraria hacia donde el vagón se movía. Llegué, así, a Bruselas en 20 minutos. Entonces, toda la vida que había edificado en Londres, en inglés y en otras formas, se había desvanecido por completo, y en cuestión de segundos mi cerebro tenía que reconstituirse al francés si quería sobrevivir en este nuevo espacio, ajeno a mí en infinitas dimensiones. Esta es la cuestión que plantea Memories of murder, y si se me permite, muchas de las películas coreanas de inicios de siglo: el fenómeno de la aprehensión del paso del tiempo, del cambio histórico, de la dislocación abrupta de una temporalidad en otra. Esta película, transgrede las formalidades de la investigación policial para convertirse en testigo de la experiencia del efecto de lo súbito, de lo inaprehensible.



Fredric Jameson plantea que para la instauración estructural de la modernidad, es menester una cultura de modernización incompleta, es decir, la percepción epistemológica de la modernidad necesita de una concepción de la temporalidad previa a la modernización, un sentido del estado premoderno, el antes que pervive espectralmente en la memoria, en la ruina y en la nostalgia. Este planteamiento refleja lo que la película escenifica cinematográficamente: los contrastes entre los planos horizontales de los campos, la indómita planicie atravesada ligeramente por caminos de barro, la lluvia, la tierra, la niebla, frente a las incalculables verticales de la industria minera, de la omnipotente presencia gubernamental a través de la voz mecánica de los parlantes, incluso la presencia de la luz eléctrica. Parecen espacios atemporales, puestos en diálogo por la transversalidad de la investigación criminal. Pensemos, por ejemplo, que los cadáveres son siempre encontrados en escenarios naturales, agrícolas, campos, planicies, bosques, a la vez que la búsqueda por uno de los sospechosos lleva a los investigadores a recorrer toda una fábrica minera; mientras que lo inaprensible se encuentra en el espacio premoderno, el criminal parece encontrarse en las vísceras de la irrupción moderna. Esto no se muestra como una afirmación moralista, la película misma se encarga de cuestionar los mecanismos intrínsecos de la nostalgia al cortar el paso a la romantización del pasado: el campo, donde todo empezó, no es visto como el paraíso perdido, sino como un lugar sin retorno, cuya agencia es preguntar por un futuro incierto.


La película trastorna la nostalgia para volverla un mecanismo metacinematográfico: un tiempo después, nuestro detective, quien ha abandonado su papel de buscador de la justicia, es ahora un engranaje más del desarrollo neoliberal capitalista de principios del siglo coreano, ahora es un vendedor. Al final de la película, él vuelve por casualidad al lugar de la primera escena del crimen, nada parece haber cambiado, los campos de trigo tienen el mismo color y vuelve a aparecer un ineficiente testigo, una niña; el detective mira, lo mira todo, el campo, la zanja donde antaño investigó la muerte de una jóven, la planicie inacabable. No hay sosiego así como no hay culpable, tan solo el fracaso de la historia, del afán documental y archivístico. Después de tantas claves, de tantos sospechosos, de tantas fotografías y datos, de tantos documentos y testigos, solo queda el sinsabor del fracaso de la memoria histórica, y esta incógnita impregna los espacios donde la nostalgia no logra imponer su candor, ella trasciende al tiempo histórico, al tiempo calendario, cuando es este el único que logra consolidar su presencia frente a la incertidumbre.


Memories of murder plantea una analogía entre la historiografía y la investigación policiaca, para crear una forma de entender el cambio de paradigmas históricos como un fracaso. Esta película trata sobre los corazones rotos, en el sentido en que el principio teleológico de la búsqueda por la verdad como justicia universal ya no es posible; en su lugar, una ansiedad hambrienta de olvido invade las formas de narrar la historia. Es así que funciona la huella falsa en el terreno de la primera escena del crimen, no existe un deseo por encontrar la verdad, sino una ansiedad por olvidar la historia objetiva y real, y aún así, aunque los investigadores planten evidencia y coaccionen confesiones, el tiempo que transcurre implacable impone la incapacidad de crear memorias. De modo que la nostalgia que evoca esta película, no es un irremediable deseo por el pasado como el lugar donde todo era mejor, sino la ansiedad por una historia cartografiable y objetiva, un sentido que permita fundar una base frente a la dislocación del cambio histórico.


Quisiera ahora volver sobre Jameson para poder diseccionar el tipo de nostalgia que plantea esta película, y en la cual considero que está su gran belleza. Por un lado, la película presenta, como único hecho realmente confiable, el paso del tiempo calendario, el tiempo cronológico: un día tras otro, un año tras otro, buscando a tientas en medio de una geografía inabarcable, a medio camino entre el campo de arroz y la fábrica. Vemos en escena instrumentos de contabilidad temporal: el periódico, las noticias en la televisión, documentos de la investigación, etc… y simultáneamente seguimos atrapados en una expectante incertidumbre. Es esta relatividad de la experiencia del tiempo lo que Jameson propone como “la cultura de modernización incompleta”: un modo de aprehender el valor de la temporalidad como un fenómeno de contrastes, en contradicción con una completa sincronización al capitalismo tardío en el cual el sujeto se encuentra despojado por completo de cualquier alternativa temporal e histórica. El campo, los cultivos de trigo, esas vastas horizontales, se convierten en imágenes retorcidas de una nostalgia por un paraíso premoderno. Esto es un maravilloso estandarte –de la misma manera que Walter Benjamin nos plantea la fotografía en oposición a la pintura–, es la máquina al genio artístico: Memories of Murder desnuda la trampa de la nostalgia; la vuelve instrumento cinematográfico para plantear una pregunta más interesante. Lo que añoramos no es el pasado agrario de anacronismos, lo que añoramos realmente es el modo, la forma, la experiencia del tiempo en donde una mirada clara sobre las incertidumbres del futuro eran posibles. Es así que el verdadero elemento de nostalgia genuina es el asesino, quien rasga el velo de la memoria para irrumpir ese afán de olvido, ese afán de progreso, la huella de la abyección es la que funciona acá como verdadero detonador de la nostalgia. Nuestra ineficiente testigo, en la escena final le repite al detective las palabras del escurridizo asesino: “¿qué miras? (...) algo que hice hace mucho tiempo”, haciendo irrecuperable no solo la verdad última, sino también la capacidad de recordar su búsqueda.


La sobreproducción de datos, de archivos, de fotografías y testimonios es una forma de este tiempo sin significación; existe la posibilidad de documentarlo todo, pero no de dotarlo de sentido bajo una narración. De modo que es la espectralidad la que impone su imperativo epistemológico, un presente embrujado, no por el pasado, sino por un modo de pensar el tiempo, de concebir la historia. Así, la transformación de Park de detective a vendedor no se presenta en la película como un acto trágico, es, en cambio, un hecho irrelevante que fluye con el cambio irreparable del tiempo.


“El dolor de la decepción y la aguda experiencia de la derrota”, dice Fredric Jameson, es el ethos de la experiencia posmoderna. El detective es el abanderado de la narrativa lineal, de la misión final, el significado último de la vida; encarna una concepción que se tiene bajo el tiempo mesiánico y mítico, una temporalidad donde todos los sucesos están conectados por un sentido totalizante. La modernidad, incluso antes de su periodo industrial, fragmenta y despoja de significación esta concepción. El tiempo deja de ser único para convertirse en experiencias heterogéneas de lectores semejantes, de espectadores simultáneos, pero no unificados.

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Por: Catalina Morales Ramírez




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