David: Fui producto de una borrachera, el fruto de un pueril deseo. Tal vez por eso disfruto más el trago, y me pongo más cariñoso cuando estoy prendo. Nací un 29 de septiembre sin que mi papá lo supiera, o por lo menos eso es lo que entiendo. A diferencia de Rue no puedo ser un narrador omnisciente, por lo menos no antes de la marca de los 3 años. De ahí en adelante soy, como máximo, impreciso.
Crecí entre 5 mujeres y tal vez por eso me siento muy cómodo con mi lado femenino, aunque he podido confirmar que soy heterosexual. Mi papá apareció en algún momento y estuvo ahí, a ratos; tal vez por eso soy un poco ausente. Mi mamá está conmigo incluso cuando no está, su amor es inefable; tal vez por eso no logro odiar a nadie (que no sea Arjona). De chiquito me jodían la vida por gordo, creo que de ahí vienen muchas inseguridades. Por más que lo intente, no creo que llegue el momento en que me sienta seguro de mi cuerpo. Ese es un fragmento mío, un resumen arbitrario, pero siempre menos trágico que otras historias conocidas.
La familia es, para Talcott Parsons, la institución fundamental que moldea la personalidad. De la emulación de las costumbres de nuestros padres derivamos una parte importante de nuestros hábitos y las formas de relacionarnos, pero tal vez es también en lo oculto, en lo implícito, en los desfases inadvertidos en donde se dibujan nuestras sombras. Los traumas que están velados por la misma naturaleza vergonzante con la que se adquieren.
De cientos de traumas solo fui consciente en la adolescencia, turbulenta por antonomasia. De mi niñez, además de los números y mi responsabilidad sobre algunas cosas, aprendí varias formas de caer en el desencanto que pude poner en práctica solo en la pubertad. De las faltas o sobre-exposiciones de mi vida es de donde cobraron forma mis demonios. El alcohol, el desenfreno ocasional, las drogas, el sexo, posiblemente la violencia son las partes del cuerpo turbio que abraza de golpe una juventud desencantada, una que se encuentra sin armas contra un mundo oscuro, con ambición de poner a prueba su destino, con el riesgo de alentar un futuro fatídico.
Euphoria (2019) es un drama adolescente que se aproxima a la juventud para desnudar imaginarios ingenuos sobre lo que suena detrás de los ruidos de los bafles, las reglas rotas en los baños del colegio y los retratos obscenos que acompañan los emojis del whatsapp. Cuenta el periplo plagado de excesos de un grupo de menores. Por su temática recuerda de forma inevitable otros coming of age retorcidos como Kids (1995) de Harmony Korine, Mysterious Skin (2004) de Gregg Araki y Trainspotting (1996) de Danny Boyle, hasta otras series que provocan pánico a los padres como Skins. Sin embargo, Euphoria aparece con una propuesta estética, si se quiere, más rimbombante y con valores cromáticos llenos de neón, al mejor estilo de Nicholas Winding Refn.
Rue: Es una adicta, de esas que se huele hasta el Milo si la dejan sola en la cocina. Lucha constantemente contra el agobio de la nada y su única defensa son las drogas que fía de su amigo dealer. Su hábito es automedicarse con lo que se le aparezca desde que fue diagnosticada con ansiedad en su infancia. De la mano de su voz hacemos un recorrido por la vida de otros personajes protagónicos entre ellas Jules, Nate y Kat.
En su esencia se puede entrever una Zendaya que se emancipa de las series para pequeños, poco deja recordar sus bordes rosaceos de Disney Channel. Rue representa la más grande exigencia técnica de la serie, de sus viajes se desprenden los planos holandeses, la cámara gira sobre su propio eje cuando no prefieren girar todo el set en una referencia directa a Inception de Christopher Nolan, o mejor a Paprika de Satoshi Kon. Los colores se exacerban, las transiciones se aceleran y el maquillaje se vuelve brillante y estrambótico. Hay marcas claras entre la sobriedad y la tensión, de planos simétricos a la Peter Greenaway, a una cámara que divaga entre sets sin hacer cortes como de Gaspar Noé. La serie es una propuesta que contrasta, tan ecléctica como el caos que reina en un colegio. Es el intento de una síntesis entre el lirismo de la imagen y la tragedia narrativa.
Nate: Es la versión corrompida del mariscal de campo soñado. En el diccionario “masculinidad tóxica” y “daddy issues” se pelean por poner su foto para ilustrar la definición. Nate enfrenta un dilema entre adecuarse a los cánones de una masculinidad hegemónica y violenta, y aceptar que su orientación sexual no se ajusta a los valores más tradicionales de su familia (o de la fachada detrás de la que su padre esconde un fetiche de tener sexo agresivo con otros hombres).
Nate condensa la degeneración de todos los problemas de la adolescencia que pretende tocar la serie y los pinta de negro. Las tomas que se concentran en Nate son mucho más sencillas que las de Rue. La cámara se encarga de permitirnos ver lo que se desenvuelve en su interior, se le filma de frente cuando es vulnerable, en contrapicado cuando proyecta su poder violento y desmesurado, en picado cuando en su interior no hay nada claro.
Jules: Es una chica trans de una electricidad absorbente. Es una droga para Rue que se sobrepone a cualquier otro psicoactivo. Es una víctima de la perversión macabra de Nate, un artificio de su expresión de una masculinidad degenerada. Pasa las noches encubierta entre encuentros con hombres con el pretexto de conquistar la feminidad. Jules entrega destellos de una tendencia autodestructiva, divaga en búsqueda de abismos y se construye solo en sus extralimitaciones.
El deseo trastorna, o tal vez llena de esperanza a los personajes de Euphoria. La historia alcanza sus puntos álgidos en la conexión entre Rue y Jules y su deformación más perversa en la relación con Nate. La química que florece entre ellas esconde un misterio fascinante, es una conexión que encarna una alquimia de la que es difícil privarse. La serie sobresale en entender la excitación silenciosa de una mirada, una palabra de esa persona.
Euphoria es un tejido de retazos, una exposición de excesos. Se mueve entre dos propósitos: a ratos un epítome de la angustia adolescente, de la adicción moderna; después parece solo un retrato estilizado, pornográfico y poco profundo de los problemas de una generación, la expresión de la sexualidad parece siempre reprimir el placer femenino por un despliegue de reafirmación masculina. En cada historia se encuentra escondido un deseo latente de ser amado, de ser comprendido. Es un grito ahogado clamando ayuda para enfrentar la vida que ataca cuando seguimos desprevenidos.
Por: David Mejía Rave
Comments