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  • El Uniandino

El largo adiós


El semestre pasado inscribí el CBU de Colombia con Alejandro Gaviria y una de las tareas que tuvimos durante el semestre fue crear una historia común de movilidad social en Colombia. Dentro de la investigación para esta tarea debí llamar a mi abuelo para preguntarle sobre su historia de vida: ¿dónde había nacido?, ¿qué hacía su papá?, ¿qué hacían sus abuelos?, ¿cómo llegó a Bogotá? La idea era poder mapear su historia y así identificar cómo había sido la movilización de su familia durante sus 89 años de vida. Fue una conversación muy interesante porque estuvo mi mamá y tuvimos la oportunidad de compartir la conversación en familia, de realmente conocer al hombre que era dueño de las raíces de donde veníamos. Para poder realizar el escrito decidí grabar la conversación, con lo cual una vez finalizamos pude transcribir las partes que necesitaba y entregar mi tarea al día siguiente.


Tres días más tarde, un jueves en la mañana, yo me encontraba en una clase virtual y escuché a mi mamá gritar: ¡llamen una ambulancia! Corrí inmediatamente a ver qué había pasado y me dijo: “a tu abuelo le está dando un Accidente Cerebro Vascular (ACV)”. Inmediatamente me cambié el pijama y me alisté para salir. Creo que fue el primer momento en que realmente fui consciente del efecto de la pandemia; hasta ese momento no llevábamos más que un par de semanas de clases virtuales y aún no entendíamos bien las restricciones a las que estábamos sometidos. Aún estaba rigiendo el pico y género en la ciudad, así que mi mamá me dijo que yo no podía manejar porque no era mi día. Con la gravedad del estado de mi abuelo no se me ocurrió ni por un segundo acatar las normas distritales, tenía que ir a verlo. Debíamos llegar a Santa Bárbara, desde Unicentro, un viaje que normalmente tomaría entre veinte minutos y media hora con el tradicional trancón bogotano. Con la restricción de movilidad y el afán del momento, logramos llegar en siete minutos. Al momento de entrar lo encontramos en el jardín con medio cuerpo paralizado, pero mi mamá pudo darle los primeros auxilios.


El segundo encuentro crudo con la realidad de la pandemia fue cuando llegó la ambulancia. Dentro de los protocolos médicos para la atención de este tipo de casos había un sinfín de documentos y un millar de preguntas que debimos llenar y responder para certificar que mi abuelo no era paciente de COVID-19. En medio del desespero del momento decidimos montarlo en nuestro carro y llevarlo directamente a la clínica. En este momento la pandemia jugó a nuestro favor, pudimos llegar a la Fundación Cardioinfantil en no más de diez minutos. La siguiente semana fue muy movida, pues a mi abuelo lo dejaron en cuidados intensivos y por disposición de la fundación las visitas estaban limitadas a una persona, dos veces al día, durante máximo una hora. Hubo un día que me marcó mucho, pues nos llamaron de la clínica y el primer pensamiento que se nos vino a la cabeza fue: se murió. Llegamos muy rápido desde mi casa y mi mamá se bajó a la entrada mientras yo parqueaba. Cuando iba a bajarme del carro los porteros me retuvieron aproximadamente media hora porque precisamente ese día habían cambiado los protocolos y ahora ya no podía acompañar a mi mamá hasta la entrada de urgencias como normalmente lo había hecho hasta entonces. Sentí que envejecí diez años en esos treinta minutos.


Posteriormente él se complicó de los pulmones y nos dijeron que era probable que debieran transferirlo de una unidad de cuidados intensivos neurológica, a una neumológica. Fue un momento muy tenso para nosotros porque si lo llegaban a transferir a esa unidad no lo íbamos a poder ver hasta que lo sacaran de cuidados intensivos. Afortunadamente no lo trasladaron allá, sino que lo trasladaron a piso. Esa misma noche que hicieron el traspaso, aproximadamente a las dos y media de la madrugada, entró en un paro cardiorrespiratorio y falleció. Desde ese momento inició lo más particular de la situación. Cuando llegaron las personas de la funeraria a hablar sobre la recogida del cuerpo y el proceso de cremación, fue difícil para mi verlos con todos sus trajes de bioseguridad, tan impersonalmente cubiertos, hablando de un tema tan humano como la muerte. Sentí como si me estuviera dirigiendo a un muñeco o un robot. Entiendo que no era su culpa, era la pandemia, era lo surreal de la situación. Nos explicaron que, por disposición de la alcaldía, se podía hacer una misa con siete invitados y un velorio en una casa de velación con dos cuartos, en los que en cada uno podía estar máximo cinco personas.


Mi otro abuelo había muerto en enero, antes de la pandemia, y fue curioso ver el contraste entre ambas situaciones. Normalmente en los velorios siempre está presente ese elemento humano de poder abrazar y sentir la empatía de las demás personas con el pésame y los buenos recuerdos de aquel que ya no dejará más. En este caso éramos solamente nueve personas distribuidas en una casa completa, usando tapabocas y sin poder darnos ningún abrazo. Fue algo difícil no haber podido tener en ese momento la ayuda emocional de algún amigo o de alguien más fuera de esas nueve personas. En horas de la mañana estuvimos en la casa contando cuentos de mi abuelo tratando de encontrar consuelo en la memoria. En horas de la tarde llegó un cura, vestido con tapabocas y traje de bioseguridad, con el que nuevamente tuve la sensación de impersonalidad que tuve con los de la funeraria. Fue difícil ser consciente de cuán deshumanizado se había convertido el ritual de la muerte. El sacerdote celebró una misa a la que asistieron aproximadamente cuatrocientas o quinientas personas, todas conectadas por el famoso Zoom. Fue muy curiosa la situación, jamás me imaginé que antes de un velorio yo iba a estar cuadrando el ipad para que se viera bien la imagen, silenciando los micrófonos a través del programa para evitar que hubiera interrupciones y en general pensando en este tipo de detalles que creo que ninguno se ha imaginado jamás que son importantes antes de la misa de despedida de un ser querido.


Finalmente, para cerrar la historia, la cosa terminó en que no pudimos enterrar a mi abuelo; sin embargo, al no ser un paciente de coronavirus, nos ofrecieron realizar una cremación y que ellos guardaban las cenizas hasta el momento en que pase la pandemia. En ese momento podremos hacer una ceremonia un poco más formal y despedirnos por última vez, esparciendo las cenizas en un bosque y con un ritual más personal. Ha sido un proceso curioso, algunas veces rozando lo surreal, pero siento que me ha ayudado a entender un poco más la realidad social a la que estamos sometidos en esta pandemia. En el fondo creo que quedé muy agradecido con mi CBU, esa última charla por teléfono que tuve con mi abuelo quedará grabada durante muchos años en mi celular y en mi memoria. Sé que es imposible pensar que se puede resumir la vida de una persona en hora y media, pero es una parte de él que siempre permanecerá conmigo, aún en estas épocas en donde sigo dándole el largo adiós…


 

Esta historia fue compartida con nosotros por José Perilla

Adaptada por: Carlos Bueno


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