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El Uniandino

El arte que dio vida a Instagram


El arte, en ocasiones, parece escapar a la cotidianidad del espacio social al que pertenece. Las formas que le dan vida parecieran quedar encerradas tras las puertas de museos y vivir estérilmente en un espacio hermético. No obstante, el arte permea nuestro día a día a través de las dinámicas que lo originan. Sus mecanismos narrativos se trasladan a la cotidianidad y dan lugar a nuevas formas de lectura de la realidad, a perspectivas que retan ismos y que, finalmente, contribuyen a la generación del palimpsesto cognitivo que es cada uno de nosotros. Sin embargo, la pregunta que articula al arte y a la realidad conlleva las mismas paradojas que la que enlaza al eterno dilema entre el huevo y la gallina. ¿El arte imita a la vida o el proceso se da a la inversa? Respuestas hay muchas, que nos brindan desde Aristóteles hasta Wilde. Más allá de tratar de resolver lo indescifrable, podemos pensar en qué nos dice una cosa sobre la otra en casos particulares y en cómo el arte resulta propositivo no solamente a partir de un ámbito estético, sino que es también capaz de generar discursos que atañan contenido y procesos que pasan del lienzo a ser pan de cada día.



Con el auge de las redes sociales son varios los fenómenos sociológicos que han modificado la forma de comunicación interpersonal. Cada plataforma, con sus similitudes y divergencias, ha desarrollado una red de usuarios cuya interactividad se basa en distintos mecanismos de comunicación. Esto llevó a que se haya fomentado la apropiación de un uso particular de distintos formatos y lenguajes dentro de cada red; así, no tendría sentido concebir a Tik Tok con videos extensos, a Clubhouse repleto de imágenes, o a Twitter sin un límite de caracteres. Los formatos cobran sentido en cada uno de los ecosistemas virtuales en los cuales interactuamos.


La disputa entre si dichas formas de comunicación son o no nocivas, o si las nuevas formas de interacción representan o no un retroceso, aborda las dinámicas sociales que se dan en las plataformas desde un punto de vista que, en medio de un mundo que ya se encuentra híper-comunicado, resulta casi anacrónico. En dicho sentido, podría ser mucho más llamativo transformar la pregunta e interrogarse por el cómo de las redes sociales. Las narraciones que se generan en estas se basan en la prelación de un yo que muestra una percepción del mundo o se cuenta a sí mismo mediante una óptica que le atribuye protagonismo. Dicho modo narrativo lo ubica en medio de dinámicas que lo sumergen en una especie de The Truman Show. Las redes le permiten al usuario ser relator, editor y consumidor de su propia narrativa vital, a la vez que generan dinámicas relacionales que difícilmente podrían replicarse a través de otros medios.


El apelo a los sentidos es una de las herramientas que, con frecuencia, se encuentra como denominador común en las redes sociales. El uso de lenguaje visual ha sido la clave para la irrupción de un factor que propulsó la mercantilización de las plataformas: la implementación de las relaciones parasociales. La primera descripción de este tipo de relaciones data de 1956. Donald Horton y Richard Wohl las definieron entonces como un tipo de interacción entre dos partes que brinda la ilusión de ser directa; no obstante, siendo las partes conformadas por un performer y un espectador, en realidad la relación es ficticia. El descubrimiento fue dejado de lado por la psicología por poco más de quince años. Las relaciones parasociales fueron revolucionadas hace aproximadamente 25 años mediante la democratización de los medios digitales. Gracias al surgimiento de este tipo de plataformas, las relaciones parasociales adquirieron un nuevo matiz –que no resultaba evidente en medios como la televisión o la radio–, a través del cual el performer puede ahora ser su propio relator. Pero la metodología auto-narrativa desarrollada en las redes no es un lenguaje creado por Mark Zuckerberg –cofundador de Facebook–, Kevin Systrom –cofundador de Instagram– o Evan Spiegel –cofundador de Snapchat–. Hace cuarenta años la artista francesa Sophie Calle intuyó el mecanismo narrativo que hoy es la base del éxito del consumo de plataformas como Instagram, y que ha dado paso al fenómeno parasocial que mantiene vigentes a los influencers.


El arte de Calle se basó desde sus inicios en la observación de la otredad. En abril de 1981 el Centro Pompidou de París le comisionó una obra con el fin de que fuera incluida en una muestra dedicada al autorretrato. Calle planteó una propuesta fotográfica que buscaba ligar el arte y la vida de modo que resultara difusa la frontera entre ambos conceptos. The Shadow (1981) surgió, entonces, como una apuesta artística que refigura la unión entre alteridad y proximidad. La historia que se encuentra tras la obra es, quizá, tan interesante como las mismas fotografías.




Poco después del prestigio que logró adquirir por su obra Les Dormeurs, Calle propuso a su madre lo que sería la base del proyecto artístico desarrollado en The Shadow. La artista le pidió que contratara a un detective en la agencia Deluc Dectives Privados para que la siguiera por las calles de París durante un día con el fin de fotografiarla y realizar una pequeña descripción que acompañara cada fotograma. El detective la observa entrar al Louvre y permanecer frente a una obra de Tiziano poco más de una hora; la ve mientras es fotografiada por un artista callejero y se convierte, sin saberlo, en un intermediario mediante el cual ella pudo después reconocer su propia otredad. El resultado del trabajo es una serie de imágenes y descripciones que retratan las acciones aparentemente espontáneas de Calle. La artista es mediada por la consciencia de saberse todo el tiempo vista por el detective, mas, gracias al anonimato del fotógrafo, emula una artificiosa naturalidad.


The Shadow le presenta a su público la misma lúdica que muestran, por ejemplo, las historias en Instagram: conjuga la sensación de proximidad y genuinidad con el filtro narrativo que supone la consciencia de ser observado. Mediante The Shadow, Calle performatiza su vida, tal y como lo hacen los usuarios de las redes sociales. El voyerismo se torna, entonces, en el fundamento de una propuesta artística en la que la autora es también protagonista y demuestra sensibilidad frente a las dinámicas psicológicas que fundamentan a las relaciones parasociales. La espontaneidad se convierte en una falacia, la intimidad se transforma en ficción y el retrato pasa a tener como objetivo también a una sociedad hipermedializada.




Sophie Calle, como cualquier influencer actual, hace una puesta en abismo de su propia vida. La artista establece un acercamiento unilateral con quien observa su obra mediante el uso de las herramientas cognitivas que, según Horton y Wohl, llevan a que la efectividad de la recepción de un mensaje tenga como raíz la aparente cercanía entre ambas partes. La performatividad generada por las dinámicas que se dan en las redes sociales da paso a la concepción del espacio digital como un lugar susceptible a ser percibido mediante una dimensión artística pocas veces contemplada. Propuestas como The Shallow o Excellences & Perfections (2014) –en la que Amalia Ulman documentó, a través de Instagram por cuatro meses y frente a poco más de noventa mil usuarios, falsos eventos de su vida sin que estos conocieran de antemano la intención simulada de la artista argentina– ponen sobre la mesa discusiones que vale la pena abordar acerca la trascendencia real de las dinámicas sociales en los medios digitales y nos recuerdan el potencial reflexivo del arte frente a su contexto. Calle materializa a través del arte un principio que ya había, con anterioridad, descrito Guy Debord en La sociedad del espectáculo: “el mundo real se transforma en simples imágenes, las simples imágenes se convierten en seres reales, motivaciones eficientes de un comportamiento hipnótico”.


 

Por: Melissa Betancour



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