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  • El Uniandino

Dogville: ¿qué sucede con las comunidades en aislamiento?


La primera entrega de esta trilogía es cruda, fría - irónico, pues arde todo en llamas – como son característicamente las entregas de Lars Von Trier. En 2003 estrena esta película, que juega con las posibilidades de lo que puede pasar cuando se está encerrado, aburrido y no hay nadie que vigile. El largometraje está peculiarmente dividido en un prólogo y nueve capítulos, que se suceden a un vertiginoso ritmo de crecimiento de la gravedad de las cosas de las que tratan, para dar con un final apoteósico. Lo más sorprendente es que los personajes están encerrados en un mismo espacio, tanto literal como figurativamente, de principio a fin de la historia. Es clara la grandeza de un director que puede llevar a cabo una película como esta a partir de una única locación.




Dogville inicia con la presentación de uno de los habitantes más importantes del caserío homónimo: Tom Edison. Escritor de profesión, aunque más bien pocos le crean. Esto debido a una de sus más conocidas actitudes: la de postergar su trabajo. Sólo es necesario que conozcamos esto de él para sentirnos identificados, pues, al igual que la mayoría de nosotros, es un verdadero procrastinador. Dedica su tiempo a observar, a reflexionar y a divagar, e intenta devolver a sus vecinos las ideas concluyentes de estas meditaciones en reuniones donde se congrega el pueblo. Estas asambleas se llevan a cabo con propósitos de reconstrucción moral en las que Thomas es el principal -y único- presidente.


De esta manera, se presenta como un agente remoralizador, como un intelectual, un filósofo que trabaja en pos de salvar las ideas y el espíritu de los pobladores que pocas veces habrán tocado un libro. Sin embargo, como suele suceder, sus ideas no son más que un disfraz tras las que se esconde un hombre simple y algo arrogante, pero que demostrará no es mejor que ninguno de los demás pobladores que considera “faltos de moral”.


Dogville es un pueblo sencillo y necio, de la misma gente, con las mismas costumbres, viviendo en las mismas chozas únicamente limitadas por el dibujo de unas líneas en el suelo. Pero una mujer -Grace- llega apurada, escapando de un peligro, y su presencia consigue cambiar las pocas cosas que se daban por sentado. Casi pareciera que la mujer podría ser cualquiera de nosotros en una situación como la que ocurre actualmente, pues también ella llega a la conclusión de que la mejor forma de protegerse no es huyendo, sino quedándose quieta en ese lugar que también parece un encierro, pues la única vía de salida pasa justo por debajo de las fauces del lobo del que escapa. La primera sensación que da un sitio tan pequeño y obstinado como Dogville es que no queda nada que ella pueda hacer. No obstante, solo es necesario un poco de imaginación e ingenio para encontrarle ocupación a Grace durante su estadía dentro de las lindes del pueblo -y a lo mejor es también lo único que necesitamos nosotros para encontrar algo en lo que ocuparnos-. Así, la mujer se vuelve útil, en lugar limitarse a acomodarse en una esquina.





Con sus favores se va ganando, una a una, la sonrisa de todos los pobladores del pueblo. Y con la paga de su trabajo va también consiguiendo, uno a uno, figurines de una colección de porcelana exhibidas en la vitrina de la tienda de Ma Ginger. Ahora bien, ya había mencionado antes que el tempo de la película aumentaba exponencialmente y esto es a causa de que el calibre de los favores empeora con cada día que Grace pasa en ese lugar. Estos la violentan cada vez más brutalmente, hasta que la mujer pierde su humanidad y pasa a convertirse en herramienta. La porcelana se rompe y con esto, todas las amistades con el pueblo.


Con cada vulneración, a las personas se les hace más fácil mostrar su verdadera cara, quitarse capas de falso interés por el otro y llevar a la luz su faceta más egoísta, despiadada y aprovechada. Cada paso hacia el salvajismo es más fácil de dar que el anterior. Atan una cadena a la protagonista del filme y con ello dejan claro que no es el hedonismo lo que reina en ese lugar: son las políticas obscenamente concesivas, la lógica híperindividualista, el egocentrismo.


No es hasta entonces que se descubre hasta qué punto es tan terrible la moral de todos los pobladores de Dogville y aparece el dilema de si a lo mejor aquellas asambleas de reconstrucción moral eran, en efecto, acertadas. El narrador ya bien había afirmado que allí no estaban exactamente “lloviendo regalos”. ¿Es Grace uno? A pesar de no tener la forma habitual de un presente, la mujer es sin duda una invitación a la reflexión sobre los mismos individuos y todo lo que conocen, así como una oportunidad -fallida- para progresar. Las verdades que la mujer ve en ellos los chocan como una bofetada y les calan como el frío en los huesos. Von Trier hace un trabajo exquisito al significar lo anterior con la caída de una nevada sobre el pueblo.





El último capítulo del largometraje lo culmina apoteósicamente: Grace, una vez se le ha desvelado la realidad atroz e insensible, advierte que las fauces del lobo no eran tan terribles como ese mundo en el que terminó sumida -y ahogada-. Cae la noche y la esencia cruenta y deleznable del pueblo le es por fin totalmente evidente. La oscuridad le muestra la degeneración moral como el tiempo mostraría las espinas de las grosellas de Ma Ginger. Grace llega al corolario de que el saneamiento moral de los pobladores de Dogville es poco menos que imposible y, movida un poco por la venganza, toma cartas en el asunto. Al final, las líneas que definían Dogville se borran, y el fuego hace que toda huella previa del pueblo deje de existir.


La película, como muchas veces sucede en el cine, cumple la función de espejo de la sociedad. Hoy en día, las situaciones creadas por la pandemia son paradójicamente similares a aquellas que se dan lugar en la película. Sugiere que, al igual que Grace, el Covid-19 también llega al mundo como una invitación a reflexionar sobre muchos aspectos de la humanidad.


Quién sabe, a lo mejor a diferencia de Dogville, nosotros aún podemos mejorar.


 

Por: Andrea P. Gómez Jaime

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