Somos un país pintado con sangre, las redes del pasado están tejidas con rencores obligados. Se cuenta la historia en clave de violencia y el paso de los años está demarcado por guerras irracionales. Las instituciones, hasta hace poco, se erigían sobre el exterminio de los discordes. Así, no es difícil pensar siempre en medios belicistas cuando la narrativa que mejor conocemos es la de la violencia. El sesgo de disponibilidad ha convertido la fuerza y la amenaza en las primeras vías para afrontar el conflicto, la dificultad. Hoy, de nuevo las calles están convertidas en un campo de batalla, las salas de urgencias son la primera línea del frente y las casas por momentos son trincheras. Hay días en los que suenan los megáfonos, algún vehículo oficial transita por mi casa recordando las precauciones para la batalla, y alguna alcaldía de nuevo anuncia por la radio con convicción “estamos en guerra”.
¿Cuándo se justifica entrar en un conflicto? ¿Cuáles son las conductas admisibles en el enfrentamiento? Agustín de Hipona proveía un examen anticipado en el pensamiento político sobre las condiciones para una guerra. Sugería que la defensa propia y de los otros constituía no solo una justificación moral, sino un imperativo para la Pelea. En su Summa Theológica, Tomás de Aquino recalca la necesidad de la guerra para una ocasional preservación de la paz y la integridad, solo librada bajo una autoridad soberana y emprendida únicamente para el beneficio colectivo sin la intención de vanagloriarse con la victoria.
Aunque abundan las justificaciones políticas para la guerra, la industrialización militar, la emergencia de las guerrillas y la investigación científica para la destrucción masiva han socavado los cimientos en los que descansan las consideraciones éticas para actuar en el combate, siempre han aparecido bifurcaciones en la moral cuando se habla de la guerra. Es necesaria una base ética sólida, pero el absolutismo moral no es una opción, diría Michael Walzer. La guerra que es pertinente debe ser librada desplegando todos los medios disponibles. Al fin y al cabo, el campo de batalla desafía el discernimiento moral y en el cruce de fuego se redefinen los valores. Como último recurso, hasta la más extrema de las medidas puede estar justificada.
Este es precisamente el debate que suscita Wolfgang Petersen en Das Boot (1981). Lothar Günther Buchheim, autor de la novela en la que se basa la película, criticó a Petersen por realizar un filme demasiado excitante como para transmitir el mensaje antibelicista que buscaba plasmar en su libro. Truffaut criticaba también este enfoque en las películas de guerra porque, de alguna forma, la gran pantalla inevitablemente imprime grandilocuencia a los enfrentamientos armados; la crítica puede terminar fundida entre explosiones emocionantes y un montaje que provoque tensiones placenteras. Pero este no es el caso de Das Boot. La película oscila incesante entre el peligro inminente y el tedio de un letargo prolongado bajo el agua, de un encierro en una cabina sofocante en la que la tripulación se enfrenta, ante todo, al agobiante discurrir de sus pensamientos.
Los navíos que conforman un convoy británico se hunden entre bocanadas de fuego que iluminan las aguas oscuras del Mar del Norte. El único arrullo de la noche son los gritos heridos de auxilio de los marinos cuyas vidas son consumidas por las llamas. Desde lejos el Capitán Lehman y su tripulación dan marcha atrás al submarino U-96, agobiados por la impotencia de no poder salvar a su enemigo, contrariados por la negativa de los demás británicos a salvar a sus propios hombres. La lógica de la guerra les había arrebatado el permiso para escuchar el impulso irrefrenable de su empatía. El campo de batalla había despojado al enemigo de su humanidad en el momento en que toda vida que no fuera propia estaba siempre en entredicho.
La guerra que presenta Petersen en la pantalla se asemeja de forma casi siniestra a la que hoy nos han condenado los discursos políticos. Una que libramos desde el encierro. Entre muros que por días se tornan asfixiantes, la cámara en mano de Jost Vacano nos enfrenta a un exceso de intimidad. El fin de la cuarentena, como la esperanza del desembarco, se prolonga atado a una incertidumbre insoportable. El placer del contacto se limita a observar amigos en la distancia, ya sea con binóculos desde la plataforma del submarino o por encima del tapabocas desde la ventana de un carro.
Después de la pauta de una alcaldía en la radio que resume la “guerra” contra el COVID se narra la historia fatídica de Edy Fonseca, la celadora de un edificio en el norte de Bogotá que fue retenida en condiciones deplorables por la administración. Mientras los medios se jactan de la “batalla” que se está librando, en Cachipay se habla de condenar al exilio a los trabajadores que vuelven diariamente de sus labores en Bogotá. Mientras a las 8 en punto suenan aplausos y vuvuzelas en las ventanas, las puertas de algunos médicos aparecen pintadas con amenazas de muerte.
Hace unos días, uno de mis mejores amigos me contaba que su vecina sufrió un infarto en medio de la acera de la cuadra. Entre hijueputazos corrió a ayudarla mientras otras vecinas le gritaban desesperadas que no la tocara sin guantes, que no se le acercara sin tapabocas. Al fin la prevención del avance del enemigo se ha sobrepuesto a cualquier otra consideración sobre la humanidad de los ciudadanos.
Hoy estamos acechados por una amenaza invisible, desconocida. Nos hemos visto forzados a tomar medidas de cuidado. Ha sido necesario suspender la normalidad y adoptar formas de vida llenas de precauciones para prevenir peores males. Hemos entregado las riendas a las autoridades gubernamentales para abogar por el bienestar colectivo. Hemos confiado en el despliegue de las estrategias necesarias para adecuar los centros de salud. Pero, ¿es eso suficiente para convertir la pandemia en una guerra justa?
Probablemente estoy otorgando pretensiones de causalidad a una narrativa que deriva en una simple correlación. Tal vez son señalamientos sin relación con casos de egoísmo y apatía que irremediablemente estarán presentes. Pero algunas voces del proscenio público han pretendido construir un discurso belicista, ese que indirectamente pareciera legitimar las acciones violentas. La guerra siempre ha convenido a los dirigentes, por lo menos para formar unidad contra un enemigo común. Ha representado un pretexto perfecto para hablar de héroes y buscar la consolidación de un liderazgo mesiánico.
No estamos en guerra, la narrativa de la empatía en los mismos días ha derivado en actos masivos de solidaridad sin distinciones. Hemos aliviado la miopía selectiva ante las desigualdades sociales y las necesidades latentes de redistribución han escalado en la lista de prioridades. Paremos de contar historias marciales, dejemos de escribir bajo la retórica de la guerra. Si vivimos en la película de Petersen, al final acabaremos por exterminarnos en el puerto y las dársenas se convertirán en un cementerio para los mártires.
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Por: David Mejía Rave
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