Piensen en todos los pasos que fueron dejando en la arena del tiempo. Luego imaginen un viento sin pausa que arrastra los granos y levanta con ellos la hilera de huellas, borrando la marca débil que dejaron en el desierto de la historia y posándola -borrosa, fragmentada e indescifrable- en otras dunas, o llevadas por azar a calles secas y amarillas, sin dejar un rastro reconocible de ustedes o sus vidas. El arte tiene su nacimiento por la muerte, dice Debray. La imagen inmortal es un consuelo al viento que se lleva nuestro rastro tras la muerte: en el retrato producimos vida y la obra es el emerger de un mundo y el traer aquí la tierra. Quizás hay más vida en las obras que en la historia.
La imagen inmortal, la obra inmortal, no necesariamente tiene un sentido histórico, cronológico. Pensar en historia, en la obra mimética como un testigo de otras vidas, es un pensamiento moderno: todos antes de nosotros bebieron de Homero, pero solo a un hombre moderno como Schliemann se le ocurrió cavar Hissarlik para creer en Troya, porque para nadie antes fue importante conocer la realidad histórica del mito, como si lo mítico no fuéramos nosotros mismos y la cólera de Aquiles nuestra cólera. Nuestra relación con la inmortalidad es una relación cuantitativa, lineal, diferencial: las cifras de las pruebas de carbono, el peso de las ruinas, los años que formaron las guerras. Para las civilizaciones mediterráneas el mito no era un hecho histórico sino una acción de todos los tiempos -nosotros, a diferencia de los griegos, no tenemos un tiempo aoristo-, algo que ocurrió, ocurre, ocurrirá y va ocurriendo. Pensar la inmortalidad en la obra como linealidad cronológica nos impide ver la profundidad de las cosas. Esculpir en el tiempo no es una acción lineal, aunque cada vez se acerque más a serlo. En las artes del tiempo la inmortalidad no consiste en una permanencia de la obra tras el paso de los siglos, como la escultura en el museo, sino en una profundidad dentro de la duración, la infinitud que cabe en una duración finita para luego desvanecerse, quedando solo en el espectador. El tiempo no es una monolínea, la duración no es una medida cuantitativa.
Ser, como dijo Valéry, ligeros como el ave y no como la pluma: lo que dura en el tiempo, efímero, no puede medirse en números pues los relojes no miden el peso de las poses. Lo efímero no es siempre vacuo ni lo ligero vacío. Esa dualidad habita la plaza de toros Arenas de Barcelona: si bajan del Mnac en verano la verán al final de una rotonda y, si leyeron aquel manual de tauromaquia que escribió Hemingway, recordarán que Barcelona y Madrid son los únicos lugares que hacen temporadas constantes e independientes a las fiestas religiosas y, si tienen suerte, podrán acercarse a la taquilla a comprar boletos en la sombra para ver seis toros en la tarde.
Para Hemingway la tauromaquia era un arte del tiempo que se le escapaba a los mecanismos de reproducción industrial del arte porque en la tauromaquia existe una presencia directa de la muerte que no puede ser reproducido y que da nacimiento a una unidad estética -la belleza es la domesticación de los terrores-. Tarkovsky también pensaba en la tauromaquia como un esculpir en el tiempo que iba más allá de la realidad simbólica del mito: en El Espejo (1975) une la cultura rusa y la española a través de los pases de Palomo linares, convoca a los personajes alrededor de la imagen del matador; un hombre se para bajo las molduras del falso balcón y con su cuerpo nos muestra las poses del tercio de muerte y nos une a él en la duración del mutar de su cuerpo al convertirlo en el toro mismo. Dos civilizaciones a un solo tiempo, como lo somos también nosotros con España.
Heidegger, que iluminó la ausencia de verdad en los métodos positivistas, también ponía en primer plano la relación entre la Obra y la muerte: es la consciencia de muerte la que da forma a la creación de la imagen, el rasgo y la pose -la obra-; la vida debe ser más profunda que extensa -por eso criticó la medicina moderna, que afirma que alargar la vida es mejorar la vida, quitándole peso a la obra, única humanidad-, pues de esa profundidad emerge el mundo que configura la obra. Nuestra relación con la vida es una menos profunda y más biológica: mientras nosotros hablamos del último aliento para hablar del último residuo de vida, los griegos hablaban de la última mirada.
Cuando crucen la calle, al llegar a la plaza, podrán ver que no están las escaleras usadas por Ortega y Gasset y que los arcos no tocan el piso y son sostenidos por un vacío. No encontrarán taquilla y al cruzar la puerta entenderán que el macizo ladrillo que contenía la plaza, la arena, los chiqueros, es ahora una delgada capa que cubre un centro comercial.
Pero al entrar en esa fachada de plaza de toros, al encontrar las basura tras las ruinas, quizá puedan sentir cómo lo efímero puede cobrar diferentes formas y desvanecerse de tantas otras. Para muchos teóricos hay dos conceptos que definen la modernidad: la moda y las ruinas. El nacimiento de la moda es el nacimiento del constante devenir. La moda es el deseo por lo nuevo: antes del surgir de los burgos, la vestimenta era un culto a un ser y entre más cercana al nacimiento de ese ser más elegante se era; con el nacimiento de la burguesía y la democratización del gusto, la vestimenta pasó a un querer ser, vaciada de significado. La moda no busca la imagen, busca la destrucción creativa de la imagen, la destrucción del pasado a través de un inagotable culto a lo nuevo: no dejamos rastro de nuestros pasos y caminamos en la historia desmoronándonos en ese afán de vaciarnos para que lo nuevo nos resignifique y nos haga bellos. La belleza que no consiste ya en la domesticación de los terrores, sino en tapar terrores, en cubrirlos con lujosas telas alienadas como la plaza ahuecada y desfondada de las Arenas de Barcelona que cubre las telas de Amancio Ortega y los cientos de trabajadoras muertas bajo el peso de nuestro afán de novedad. España nos dejó los dos polos de la duración, de lo efímero: la profundidad del arte en el tiempo que se vuelve espeso en su contacto con la muerte, con la domesticación de los terrores que cala hondo en el tiempo con la pose que forman el toro y el torero; y la moda rápida que nos bombardea de vacío y de belleza. Como Schliemann desenterrando Hissarlik y despegando las armaduras de la arena para hacerlas vitrina, España vacía sus ruinas para que hagamos con ellas un folleto.
¿Qué haremos nosotros con la Santamaría?
Por: Nicolás Munévar
Fotografía: Nicolás Munévar
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