El término más trillado últimamente en la política colombiana es la famosa “polarización”. A partir de la increíble popularidad del expresidente Álvaro Uribe y su estilo de gobierno de tinte autoritario, que ha convertido en enemigos a sus contradictores políticos, se han configurado cada vez con más fuerza dos grupos bien definidos: el uribismo y el antiuribismo. Sin embargo, la fuerza de Uribe en las dos primeras décadas de este siglo aplastó cualquier intento de alternancia democrática en el poder. Alguien podría decir que Juan Manuel Santos triunfó desde el antiuribismo, llegando a gobernar incluso por dos períodos, pero esto está muy alejado de la realidad. Santos “traicionó” a su anterior jefe con el proceso de paz, pero lo cierto es que ese fue quizás el único o de los muy pocos puntos en discordia, en general, Santos fue lo mismo que Uribe y hoy Duque es lo mismo que Santos.
Sin embargo, fue en ese momento cuando el ambiente político empezó a polarizarse: en torno al acuerdo de paz. Fundamentalmente porque la decisión de aprobar o no lo que se había pactado en la Habana era el hecho político más importante en Colombia, quizás en toda su historia republicana. Además, lo firmado ahí iba totalmente en contra de lo que representaba Uribe, con su política de ofensiva militar contra las FARC. Se hizo el cóctel perfecto para polarizar. Una decisión realmente importante, que trataba un tema sobre el cual el político más poderoso de Colombia, que es amado u odiado, tenía una posición muy clara y férrea y además que solo contemplaba dos opciones: si o no. Como si no fuera suficiente, las dos partes en campaña apelaron a las emociones de los votantes, ya entusiasmados ante una elección totalmente atípica y trascendental, tan distinta de cualquier otra elección, en la que “gane quién gane, yo sigo igual de jodido”. De un lado ilusionaron con la idea utópica de la paz, en un país con mil conflictos sin resolver por fuera de las FARC, y por el otro relacionaron a las FARC con la izquierda, a la izquierda con comunismo, al comunismo con Venezuela y a Venezuela con dictadura, pobreza y destrucción. Además de caldear más los ánimos con mentiras como que el acuerdo contemplaba dar dos o cinco millones de pesos a cada guerrillero, o que todos los niños se iban a volver homosexuales porque el acuerdo incluía, de manera apenas tangencial, el enfoque de género.
A partir de ahí todo fue lo que llaman “polarización”, más aún cuando en 2018 apareció una alternativa real de poder frente a “el que diga Uribe”, con Gustavo Petro, y toda la política se volvió cada vez más de extremos y cada vez más hostil. Hasta aquí, todo parece indicar que estoy en contra de la polarización y que voy a hacer un llamado a unirnos todos y dejar atrás los extremos tan dañinos para la reconciliación que tanto necesitamos, pero no es así. Me encanta la polarización y creo firmemente que es muy beneficiosa para Colombia. Lo malo es que en Colombia hemos radicalizado la polarización, al mejor estilo uribista. Si Uribe definía a sus enemigos como guerrilleros o amigos del terrorismo, ahora mayoritariamente desde el petrismo se llama paraco a todo lo que se aproxime a Uribe (no obstante la relación probada de muchos uribistas con el paramilitarismo). Preocupa entonces que desde el grupo político que le dio esperanza a muchos colombianos de remover el uribismo del poder, ahora esté usando sus mismas tácticas. Esto lo digo porque no dan espacio a la diferencia, sino que se adhieren a la política de “el que no está conmigo está en mi contra”. Son ridículas las acusaciones del petrismo más furibundo (término muy utilizado para definir uribistas) en contra de Claudia López o de Jorge Robledo de ser fichas tapadas o infiltradas del uribismo, solo por no apoyar siempre al líder del petrismo. En otra ocasión podremos hablar sobre las “traiciones” o pecados de políticos de izquierda, pero en casi ningún caso se les puede atribuir ser uribistas enmascarados.
Mi punto es que lo que debemos rechazar es la radicalización y no la polarización. La polarización trae una ventaja fundamental para que un sistema político funcione de manera decente y es que obliga a sus protagonistas a la coherencia y a la articulación de verdaderos proyectos programáticos con sus campañas. De lo contrario tenemos, como en el caso colombiano, una atomización de partidos que deambulan por el centro, que son la unión de muchas individualidades y que su forma de atracción de votantes es el más descarado clientelismo, pues no tienen una sola idea concreta que mostrar como colectividad que represente a un grupo de ciudadanos. En eso se han convertido los partidos Liberal, Conservador, La U, Cambio Radical y lo peor es que juntos son mayoría en el legislativo. La polarización obliga a tomar posiciones claras sobre temas realmente importantes para el país e incluso abre espacios a opciones reales de centro, cuyo único argumento no sea estar lejos de los dos extremos. “Ni Petro ni Uribe”, decía orgulloso Fajardo, pero su discurso repetitivo de la educación y la anticorrupción tampoco daba luces muy claras de cuál era la alternativa que él representaba.
Esa es simplemente una estrategia electoral de alguien que aprovecha para pescar en río revuelto, pero cuando vaya a rendir cuentas no puede defenderse solo con que no estuvo con Petro ni con Uribe. Necesitamos políticos coherentes, que defiendan lo que piensan y que actúen en concordancia de manera sostenida a lo largo del tiempo. En conclusión, que viva la polarización, que nos haga tomar posiciones y defenderlas, que nos lleve a nunca confiar en un político que se acomode más que un desvelado.
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Por: Juan Felipe Monroy. Magíster en ciencia política e integrante de Enlazadas: Red Nacional contra las violencias basadas en género
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