En esta entrada, Tatiana López, estudiante de sexto semestre de diseño, invita a aceptar
el físico, los antojos, en el que ya no juzguen ni moralicen su cuerpo ni la comida, a cuestionar los hábitos "saludables", a incorporar comidas que les alimenten el alma y a dejar de controlar sus cuerpos y los de otras personas.
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Antes de que las clases pasaran a ser virtuales estaba convencida de que mi relación con la comida era muy buena, que ya había dejado atrás la mayoría de los pensamientos influenciados por mi trastorno alimenticio. Sin embargo, la cuarentena me obligó a enfrentarme a la realidad de que, por más que hubiera mejorado mi relación con la comida, todavía estaba dejándome llevar por mis comportamientos y creencias anteriores. Me di cuenta de que no estaba comiendo mucho, y me daba miedo comer más. Me daba miedo no tener la excusa de "es que tengo que acabar esto ya, no puedo parar a comer", porque la cocina está a pocos metros de mi sitio de trabajo. Me daba miedo subir de peso, ver cambios en mi cuerpo porque ya no estaría persiguiendo el bus del SITP, ni corriendo del SD al O. En un esfuerzo por apaciguar estos miedos intenté varias cosas: comidas estructuradas, alimentación "balanceada", ejercicio regular, etc. Todo bajo la premisa de "esto es lo que quiero hacer, esto es lo que me hace sentir bien, es por genética que sigo estando flaca y tonificada". Y tal vez en parte era cierto; nunca me obligué a hacer ejercicios que no me gustaran, ni me forcé a comer ensaladas desabridas. Pero el problema es que cuando no hacía ejercicio ni comía "saludable", siempre estaba esa vocecita diciendo "mañana sí te toca, y mejor que hoy no comas tantos dulces". Por un par de meses estuve así, comiendo platos nutritivos y sabrosos, bailando y haciendo abdominales. Y estaba convencida de que esta era mi vida libre de la anorexia, cuando todavía pasaba horas mirándome al espejo, obsesionada con mi cuerpo, tentada a contar calorías y bajar de peso otra vez. No estoy segura de cuándo ni por qué cambió todo, solo sé que un día ya no tuve ganas de hacer ejercicio, y al siguiente tampoco, y la semana siguiente tampoco. Y así fue, dejé de hacer ejercicio, y no lo extrañaba. Mi único movimiento venía de mis cortas caminatas al baño y la cocina, y mis viajes en bicicleta al supermercado. Seguía comiendo mis verduras porque eso era a lo que estaba acostumbrada, pero poco a poco me di cuenta de que a veces quería algo diferente. Había días en los que quería comer pasta con aceite de oliva y nada más, pero no me lo permitía, seguía repitiéndome que me encantan las verduras, me encanta comer ensaladas. Y es cierto, me encantan esas cosas pero, ¿tienen que encantarme siempre? Poco a poco fui descubriendo que estaba viviendo una falsa libertad: solo "amaba" mi cuerpo porque seguía siendo delgada, y seguía siendo así de delgada porque seguía controlando mi aspecto, pero ahora de una manera más aceptada por quienes me rodean. Y para ser sincera, temía ser juzgada. Temía que mi mamá me preguntara por qué no había vuelto a comer repollo, y por qué estaba comiendo tantas oreo. Temía que mi papá me viera como una golosa que no se puede contener cuando ve un postre. En ese momento traté (y todavía trato) de recordarme a mí misma que lo que los demás piensen de mí no tiene que hacerme cambiar, siempre y cuando yo esté haciendo lo que es mejor para mi bienestar. Y en este caso, lo mejor para mí era comer mucha comida deliciosa. Se nos enseña desde pequeñas que cada vez que nos gusta mucho algo, tenemos que restringirlo. A la niña que le encantan los dulces se los esconden en la casa, y luego se los ofrecen al hermano que no los quiere porque no le gustan. Siempre he visto las comidas ricas como comidas "especiales". No me permitía comer papa dos días seguidos. ¿Por qué? No, pues es que ya ayer comí papa, no debería comerla otra vez hoy. Pero, ¿por qué sí puedo comer tomate dos días seguidos? ¿Por qué me gusta menos el tomate que la papa? ¿Porque con el tomate sí me puedo contener y no me voy a volver adicta? Tengo todas estas reglas en mi cabeza, algunas enseñadas y algunas inventadas, y tengo que romperlas. Estos últimos dos meses he comenzado a sentir lo que es verdaderamente estar en paz con la comida y mi cuerpo. Me he deshecho de todas estas cadenas que habían sido impuestas por mí, por las enseñanzas de mi mamá, por el matoneo en el colegio, por la anorexia, por lo que sea. He comenzado a comer lo que yo quiero, lo que mi cuerpo quiere. He decidido aceptar cualquier cambio en mi cuerpo; ya sea tan mínimo como no tener un sixpack, o tan grande como para tener que comprar ropa de otra talla. Por primera vez en mucho tiempo puedo pensar en otra cosa que no sea comida porque no la estoy restringiendo. Si tengo ganas de un chocolate, puedo comerme ese chocolate, disfrutarlo y seguir con mi vida en lugar de no comerlo y durar toda la semana pensando en lo rico que sabe. Si se me inflama el estómago ya no paso una hora en la noche metiendo la barriga en el espejo, mirando cómo me voy a ver cuándo se me quite. Es por esto que estoy en contra de la cultura de la dieta, y siento el deber de decir algo cuando veo que alguien refuerza cualquiera de estas ideas. Porque espero que todes, sin importar su relación actual con la comida, puedan llegar a un punto así en sus vidas, a un momento en el que acepten su físico y sus antojos, en el que ya no juzguen ni moralicen su cuerpo ni la comida. Les invito a examinarse, a cuestionar sus hábitos "saludables", a incorporar comidas que les alimenten el alma y a dejar de controlar sus cuerpos y los de otras personas.
Por Tatiana López, estudiante de sexto semestre de diseño.
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