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El Uniandino

La pasividad en el consumo



Todos los bienes – productos, servicios, experiencias – existen en el mercado porque hay quién los compre. Las campañas y las decisiones que toman las empresas y compañías en los mercados responden a la demanda del consumidor. En esencia, así funciona la transacción: si hay demanda, hay oferta. Un producto, bien o servicio que no tiene una demanda, es un producto que deja de existir en el mercado. Ahora bien, existen múltiples estrategias para que un bien se adapte a los intereses y necesidades – muchas innecesarias o prescindibles – del consumidor. El marketing, que entre sus objetivos busca mejorar la efectividad de ventas y comercialización, dirige sus esfuerzos exclusivamente al consumidor, es él su objetivo y con aras de generar un intercambio exitoso con el cliente, los bienes se modifican, se replantean y se moldean para alcanzar su propósito y que el proceso culmine en la compra efectiva del producto o servicio.


Parece entonces obvio aseverar que nuestra decisión de consumo, traducida en lo que adquirimos, rige el mercado: la oferta. Somos la figura más activa de esta cadena de transacciones mercantiles aunque lo desconocemos, no dimensionamos la incidencia tan directa de nuestros comportamientos comerciales sobre la oferta, pues nunca se nos ha educado para pensar cuál es la función que cumplimos entre tantos consumidores. Más bien, damos por sentado que nuestro papel es aceptar lo que se comercializa y adaptarnos y conformarnos a la oferta del momento, todo desde una orilla regida por la pasividad. Estamos muy lejos de asumir que nuestra acción diaria modifica los patrones en el mercado.





Solo hasta hace un par de años se empezó a hablar del papel activo del consumidor, de su capacidad para, de manera efectiva, proponer y exigir replanteamientos de la oferta y de sus diversas variables (medios, bienes, experiencias, cadenas). Sí, en nuestro consumo diario, en ese hábito de comprar o no el frappuccino en plástico de Starbucks, en llevar bolsas reutilizables al mercar, en abstenerse de adquirir productos embotellados, en dejar de comprar las manzanas chilenas en bandeja de icopor y envueltas en vinipel, en clasificar los desechos y el reciclaje desde la casa, en comunicar nuestras inquietudes y dudas frente a los procesos de todo lo que se produce. Sí, las dinámicas del mercado empiezan a modificarse cuando cada consumidor cambia su forma de consumir. No es un secreto que el mercado y el consumo actual (sus medios, ofertas, innumerables procesos) son insostenibles, irrazonables, excluyentes, promotores de la desigualdad y son capitaneados por monopolios, multinacionales y compañías gigantes que tienen un poder supremo y mezquino.


A nosotros en tanto centros del mercado nos toca liderar las transformaciones incorporando una mirada mucho más perspicaz y activa, comenzando con cuestionar nuestra propia razón de consumo, inquiriendo la procedencia, los materiales, los medios de producción y suministro de cada bien que adquirimos, validando la información que nos ofrecen, manifestando activamente nuestras preocupaciones y haciéndoselas saber a los que producen lo que consumimos, comunicándosela a las marcas, a los supermercados, a los productores y compartiendo la información con nuestros círculos de influencia.


Adoptar un consumo sostenible – social, ambiental y económicamente – no es dejar de consumir, no es exclusivamente consumir menos, tampoco es consumir solo productos artesanales, poco funcionales, con poca innovación o “sin diseño”, como rápidamente suponemos. El valor verde es un conjunto múltiple de posibilidades y el espectro es tan amplio como sus medios. Lo principal es hacer un escáner de nuestro consumo e identificar qué es esencial, determinante, qué, de lo que consumimos, tiene un valor adicional que puede ser suplido por bienes con procesos sostenibles. Debemos asumir nuestra responsabilidad en cada acción y estar en permanente revisión. Educarnos, educarnos y educarnos. Tenemos que ser más inquietos con la información que recibimos y acudir a la verídica.


Nuestro rol debe ser activo, debe contagiar e involucrar al otro. Adoptar una nueva forma de consumir debe ser una acción en conjunto, compartiendo, hablando, generando espacios de reflexión cada vez que podamos. Haciéndonos oír, comunicándonos, uniéndonos, tomando partido en las discusiones, en las campañas, apoyando y compartiendo iniciativas, informes y proyectos que buscan visibilizar la situación. Activar el sensor, el “filtro de la sostenibilidad” es un proceso gradual y constante donde nos enfrentamos con múltiples contradicciones incrustadas entre nuestro actual modo de vida y los propósitos que queremos conseguir. Vale la pena revisarlas y empezar a generar equilibrio entre nuestros actuales valores y los que queremos adoptar.


Aunque el consumo es una variable más en el entramado hacia el desarrollo sostenible y hacia una realidad más justa, es la que más repercusión ejerce sobre los demás problemas socio-ambientales. Su impacto es determinante en la deforestación, en la producción de gases de efecto invernadero, en la degradación de la mayoría de ecosistemas, en el manejo de residuos, en las desigualdades socio-económicas, en la distribución del poder y en muchísimo más. La relevancia es tan vasta que no nos queda otra que generar una revolución del consumo. Tenemos el poder en cada decisión que tomamos, en cada producto que consumimos, en cada transacción que realizamos y en la manera de relacionarnos con lo que adquirimos. ¡Nosotros somos los que exigimos el cambio y lo lideramos, asumamos ese puesto!


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Por: Isabella Celis. Artista. Activista en la discusión sobre la crisis socio-ambiental y el desarrollo sostenible.



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