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El Uniandino

Expedición Guajira

Actualizado: 17 feb 2021

En esta entrada, Paula Andrea Tavera, estudiante de la Pontificia Universidad Javeriana, escribe desde su recorrido por la Guajira. Cuenta su trayectoria entre la naturaleza y sus aprendizajes a la orilla de mar.

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Un viaje a la playa en plena pandemia sonaba como una locura para muchos, pero para mí, fue de las mejores decisiones para finalizar el año. Se preguntarán, ¿por qué? Precisamente el cambio de aromas, música y clima era el punto de partida para renovar pensamientos con el fin de observar en detalle la situación actual de muchos otros colombianos durante este año, que trajo consigo una ola de cambios. Siempre he mantenido la idea de que en los detalles se encuentra la verdad y la magia de las cosas. Esta vez no cambia el lugar en donde me inspiró para escribir: mi país y su costa caribe.


Emprendimos rumbo a La Guajira desde Valledupar, una ciudad que desde sus cielos resuena el acordeón y que con los destellos de su claro río Guatapurí se crea un ambiente familiar a lo largo del camino. Las vías son infinitas y no hay nada mejor que acomodarse y ver como cae el sol entre la llanura del valle que conduce a Palaima; la primera parada de la expedición es en el Santuario de Fauna y Flora los Flamencos. Allí pasamos la primera noche y seguramente estas letras se quedarán cortas en explicar la maravilla de cielo estrellado, acompañado de la luna, que sale del agua de la laguna como si se tratase de una leyenda. La comunidad indígena Wayúu nos adentró a su cultura a través del baile, la comida típica y sus costumbres, en especial sobre las mujeres. Horas después, salimos en la madrugada con la esperanza de alcanzar a los flamencos que reposan sobre la laguna. No nos faltó la compañía de un amanecer glorioso, tal cual como una pintura; pinceladas perfectas de tonos cálidos y ligeros.


Ahora, kilómetros más hacia el norte, nos ubicamos en el Cabo de la Vela, lugar extraordinario para disfrutar de las olas frías de la costa, la buena música con amigos en la playa y el atardecer pintado extraordinariamente visto desde el faro. Desde el inicio del segundo día supe que sería más que una aventura, sería un encuentro con el corazón de este departamento que para la mayoría solo es desierto. Poco a poco detallé que es parte esencial del motor del país. Un centro cultural enorme, pues al pasar por Uribia, capital indígena de Colombia, se capta la esencia de mujeres y hombres que viven entre el cielo estrellado y el cantar de la naturaleza.


El camino hacia Punta Gallinas iniciaba. Montando las camionetas 4x4 nos damos paso a sentir cada detalle, pues al ser el único acceso por el desierto, me sorprendió la capacidad en su fuerza al cruzar bajadas de lodo, un poco de bosque y los interminables “peajes” creados por los indígenas de la zona para obtener ganancia de los turistas. En este punto, se volcó mi visión frente a los pueblos indígenas, pues muchas veces vemos más una costumbre de pedir y pedir que realmente tener resiliencia. En este caso, me refiero al poder de su cultura para poder emprender, en vez de enmascararse por ser minoría. Quién sabe, es muy debatible este punto, pero también es interesante la reflexión que logré construir al ver cómo paso a paso por el desierto, sus condiciones y hasta temperamentos cambian.


Escuchar que habíamos llegado al hostal de Punta Gallinas fue increíble, pues tras largas horas de camino en carro, por fin logramos sentir que habíamos alcanzado la meta inicial del viaje: el extremo más norte del país y Latinoamérica. No faltó el descanso con una fogata e historias de terror acompañadas de los grillos. Finalmente, las pocas horas de sueño que tomamos nos recargaron para iniciar el día con el amanecer en la cima de las Dunas de Taroa. Este último lugar fue un sueño, algo de película, ¿cómo explicar la inmensidad de las dunas frente al mar Caribe? Para completar, sonaba en el fondo la canción de la reconocida banda americana, Maroon 5, “Memories”. Fue el cuadro perfecto, la imagen mejor captada por mi lente y el viento más refrescante de los últimos tres o cuatro días.



Enmarcar esa vista, es la memoria mejor captada en los últimos años, inclusive me atrevería a destacar que ha sido de lo mejor de mi vida. Hacer sandboarding junto a mi hermana y amigos, claramente fue un reto y un momento de mucha risa que de seguro guardaremos siempre. Deslizarnos por las dunas y llegar directamente a la orilla del mar, es una sensación única y, nuevamente, reitero la maravilla que se siente al saber que estás en Colombia, tu país, tu vida y mundo. Considero que una de las cosas más importantes en este momento, es rescatar la magia de Colombia, por medio de la sostenibilidad de los viajes, con el fin de conservar su genuinidad en paisajes y gente.


Coronar -como diríamos coloquialmente- Punta Gallinas recargó mi mente con nuevas metas y sueños que espero cumplir a lo largo de este nuevo año. Al estar allí junto al faro y la pequeña casa que lo acompaña, me causó curiosidad una clase de paisaje rocoso que se veía sobre la orilla. Allí Adolfo, nuestro guía, me comentó que es costumbre pedir deseos con cada roca y ordenarlas en forma de torre con vista al mar. Sin quedarme atrás, hice mi torre de cinco deseos, los cuales conservo con sabor a mar y el viento que revolcaba mi cabello. Esa fue la mejor despedida de este paraíso caribeño. Un final con broche de oro y, sin lugar a dudas, un cierre de ciclo de año maravilloso.



 

Por: Paula Andrea Tavera, estudiante de Comunicación Social y Artes Visuales de la Pontificia Universidad Javeriana


*** Blogs El Uniandino es un espacio abierto a la comunidad que ofrece el periódico El Uniandino para explorar temas nuevos, voces diversas y perspectivas diferentes. El contenido se desarrolla por los colaboradores con asesoría del equipo editorial del periódico.


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